Si ahora, en lugar de estar negociando consensos para escoger a los magistrados de la Corte Suprema que más le convengan a los partidos y sus intereses, estuviesen nuestros políticos de patio tratando de ponerse de acuerdo sobre las conveniencias de identificar a los candidatos idóneos y correctos, cuán distinta no sería nuestra patria, y que legitimidad y fortaleza no se preciaría de ostentar esta rancia institucionalidad nuestra a favor del estado de derecho.

Si las actitudes de los políticos locales estuviesen alineadas a los grandes intereses de la nación y del bien común, un compromiso de los políticos y de los sectores que conforman la sociedad hondureña con la democracia, el desarrollo económico y el bienestar social, “otro gallo nos cantaría”.

Cuán diferente no sería Honduras, si por ejemplo, ahora, ésta clase política estuviese enfrascada en consensuar un solo criterio de idoneidad e incuestionable perfil de rectitud y apego a la Constitución y las leyes de los candidatos a magistrados, en lugar de estar defendiendo a muerte la militancia y lealtad partidaria de los postulados a la Corte Suprema como condición y requisito para tener su bendición.

¿Cuánta legitimidad y confianza no le daría al sistema de impartición de justicia, un consenso entre los diputados alrededor del perfil de idoneidad e independencia partidista de los 15 magistrados que sean escogidos?

Pero tratando de ponerse de acuerdo sobre la cantidad de magistrados que le tocarán a Libre o los que le tocarán al Partido Nacional y al resto de fuerzas políticas representadas en el Congreso Nacional, no se va a poder enfrentar la tremenda incertidumbre que aquí priva o la desesperante frustración que obliga a miles de hondureños a salir diariamente del país.

Un pacto o un acuerdo que no sea nada más para repartirse cuotas de poder e influencias, no le permitirá a Honduras construir una agenda de intereses comunes, y mucho menos, que los hondureños aspiren a alcanzar alguna vez un estadio comunitario de bienestar social y económico.

La clase política, lamentablemente, volverá a perder otra oportunidad, con la escogencia de los magistrados de la Corte Suprema, de alcanzar consensos básicos, esta vez, para recuperar la confianza de la gente en ellos, legitimar la institucionalidad y fortalecer la democracia y el estado de derecho.

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Los resultados que esa ceguera de los políticos a buscar consensos por intereses comunes y nacionales, a empoderar la tolerancia mutua y los grandes acuerdos, nos ha dejado entonces un escenario de país fuertemente polarizado y enemistado. El grado de conflictividad social y de ingobernabilidad ha precarizado y debilitado la democracia.

Esas consecuencias devastadoras deberían hoy suponer un desafío para la clase política. Apostar a un gran acuerdo por la inclusión y el bien común y no sólo de sus camarillas. Un pacto de país por el crecimiento, elevado y persistente, que nos lleve a niveles más altos de bienestar y equidad, única forma de construir y hacer perdurable una democracia auténtica, moderna y participativa.

Una sociedad progresa, sienta las bases de su desarrollo, cuando en principio reconoce y trabaja en un necesario propósito nacional de compartir equitativamente sacrificios y recompensas. Un imperativo para salir de la pobreza. No es con una nueva constitución, no es con una asamblea constituyente.

Consensos para un gran pacto que concentre esfuerzos hacia un propósito nacional que nos ayude a definir un marco un marco político, económico, social que garantice tanto la gobernabilidad como las condiciones básicas para el esfuerzo colectivo que los desafíos de hoy y del futuro plantean.

Hoy más que nunca, los consensos son tan urgentes y esenciales para que una democracia, la institucionalidad, la clase gobernante, cumplan de buena manera con el fin constitucional que es servir a la voluntad colectiva y al interés general de la sociedad.

Anthony, el niño de 10 años torturado por dos semanas antes de morir por su madre y novio