Probado está que la inversión pública es clave para reactivar las economías, como  las políticas públicas y las acciones desde la iniciativa privada, son las que generan las condiciones propicias para la inversión productiva.

En economía existe también otra media; en tiempos de vacas flacas, socarse la faja  a través de un estricto plan de medidas de austeridad y control del gasto corriente y derroche de recursos,  se vuelve una obligación.

 Y en Honduras esas siguen siendo tareas pendientes. Las pertinentes estrategias y planes urgentes para generar un mayor impacto en el desarrollo económico y bienestar social a través de ambiciosos proyectos de inversión pública, no se convirtieron en las respuestas a las necesidades más apremiantes  y dramáticas de la población hondureña.

Con una apremiante deuda pública que al cerrar  2021 sobrepasó el 59 por ciento del producto interno bruto, una deuda acumulada que anualmente ronda los 15 mil millones de dólares, es claro que no se puede seguir “engordando”  el gasto corriente, en tanto se ralentiza la inversión pública y se vuelve crónica, como ha ocurrido con este nuevo gobierno, la  incapacidad para ejecutar los presupuestos de inversión pública, con las consecuencias funestas y directas sobre la economía.

Se esperaba además, que al asumir los destinos del país, la nueva administración  pinchara la burbuja de altísimos salarios que se embolsan un privilegiado grupo de encopetados funcionarios, los que con los más de 200 mil burócratas, le drenan a las exiguas finanzas públicas, más de la mitad del producto interno bruto nacional.

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Además de la necesidad de ejecutar los presupuestos de inversión pública, el estado no puede seguir cargando con un gasto corriente destinado sólo a sostener una masa salarial que anualmente absorbe seis de cada diez lempiras del presupuesto general.

En el nuevo instrumento de presupuesto para  2023, el renglón de sueldos y salarios aumentará un 11.3 por ciento en comparación al del último año, mientras el plan de inversión pública representará el 8.7 por ciento respecto al producto interno bruto proyectado. 

¿Son equilibradas esas diferencias, y fueron acaso juiciosas las consideraciones hechas por las autoridades de turno para determinar que irá al renglón de sueldos y salarios y qué a la inversión pública?

 ¿No era procedente reformular el Presupuesto general a partir de un preventivo recorte en lugar de aumentarlo en el 31 por ciento que terminó siendo incrementado?

Mientras el gasto en el pago de sueldos y salarios  seguirá absorbiendo anualmente más de  70 mil millones de lempiras, ¿cuánto entonces para inversión pública productiva y obra social?, ¿qué es lo que entonces se destinará a los pobres?, ¿apenas 30 centavos de cada lempira recaudado por la vía impositiva?

De más está recordarle a las nuevas autoridades, que es el bien común, que son las oportunidades para ese 53.4 por ciento de hogares de salir de la pobreza extrema, lo que está en juego.

La histórica baja inversión nos ha pasado una onerosa factura, pero ha sido la inacción, la incapacidad, y la falta de visión de las autoridades de turno, lo que desafortunadamente nos ha terminado saliendo más y muy caro.

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