Es triste el espectáculo que ofrecen los políticos, en oportunidad de la discusión de la nueva Ley Electoral sobre la cual los diputados no han logrado ponerse de acuerdo, por lo que su aprobación ha sido postergada.

El llevado y traído cuerpo legal ha sido colocado sobre la mesa de negociaciones por las fuerzas mayoritarias, pero no necesariamente para fines de adecentar la actividad política, sino para "instrumentalizar" la soberanía y el poder de las mayorías.

Nuestros líderes de distintas divisas están ensimismados en señalamientos recíprocos del más alto calibre, que sugieren que han sido objeto de tratos oscuros diversos temas sensibles. Y esto nos debe mover a preocupación.

Podemos hacer referencia, en este apartado, al financiamiento sucio de campañas, el tráfico de influencias en los organismos electorales colegiados, el cambio en las reglas de juego para el establecimiento de alianzas y el manejo de las credenciales entre los delegados de los partidos.

Abrigábamos la esperanza de que la ley electoral fuera consensuada bajo el compromiso de legitimar los procesos de decisión ciudadana, "descontaminar" el quehacer político y de recobrar la confianza del pueblo en el sistema democrático.

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Teníamos la expectativa de que el impacto de la emergencia epidemiológica y de los desastres causados por los eventos climáticos inquietaran a nuestra élite política para llevarla a un replanteamiento de su conducta en el ejercicio del poder.

En un contrasentido, los líderes y dirigentes partidarios nos han dado una demostración de no estar dispuestos a sacar de la podredumbre en que ha estado sumida la faena política y proselitista en nuestro país.

Porque no son simples las denuncias que han sido expresadas por un segmento de la oposición y que apuntan a que la ley que se encuentra en la "caldera", no está provista de genuinos propósitos de "limpiar" nuestro andamiaje partidista-electoral, sino que está concebida para proteger a los "narco-políticos" y a los "corruptos" que son financiados con recursos mal habidos.

¿Tienen asidero estas inculpaciones? ¿Es más de lo mismo lo que nos han presentado los líderes políticos como un instrumento para fortalecer la democracia, darle mayor sustento a los procesos comiciales y recuperar la credibilidad de la población?

Los partidos políticos están desacreditados; los liderazgos se volvieron rancios por las prácticas antidemocráticas; los discursos, pronunciados una y otra vez por los aspirantes de tal o cual signo, adquirieron la identidad de la mentira y del vulgar populismo; en tanto nuestra democracia cayó en franco riesgo.

Hemos retrocedido en los minúsculos cambios que habíamos logrado en materia de veeduría y fiscalización de las actividades proselitistas, mientras los actores de nuestra política han vuelto a caer en las maquinaciones de siempre.

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Nuestra clase política no está dando muestras de su voluntad de enderezar su comportamiento, de descontaminar el ejercicio del poder por depósito, de liberar de la "broza" las negociaciones de los asuntos electorales y de colocar sus proposiciones en sintonía con la crisis que vivimos en los órdenes económico, social e institucional.

La apuesta de los políticos hondureños es “suicida” si no se produce una depuración de sus acciones, una renovación de su discurso y una limpieza de su agenda de administración de Honduras.

¿Está en peligro la estabilidad democrática de nuestro país? Somos del criterio que Sí, en la medida en que se impongan los intereses de las redes del poder, de la impunidad y de la corrupción que conspiran contra nuestra institucionalidad.

Cuando estamos convocados a una nueva justa popular nos preguntamos: ¿Son capaces todavía los partidos políticos y sus líderes de construir consensos y vestir de legitimidad la elección de nuestras autoridades, en medio de la crisis que enfrentamos los hondureños?