El Lingüista Geoff Nunberg escribió que "Las malas palabras son el hechizos mágicos que evocan sus referencias".

¿Qué secreto esconden las groserías? ¿Cómo es que una palabrota puede conmocionarnos así?

Todos los idiomas tienen tabúes —cosas que la gente educada no menciona en buena compañía— y estos tabúes tienden a concentrarse en torno a temas como la religión, la defecación, la enfermedad y el sexo; es decir, cosas que pueden perjudicarnos física o espiritualmente.

Como dicen los lingüistas Keith Allan y Kate Burridge, lo nocivo de los tabúes “contamina” ciertas palabras que hacen alusión a ellos, lo cual también convierte esas palabras en tabúes. Por lo general, así es como una palabra se convierte en una palabrota.

Los tabúes más fuertes se determinan por los valores sociales. Algo que antes era aceptable puede convertirse en tabú, o viceversa.

En el recatado Reino Unido victoriano, nombres de calles extremadamente lascivos que habían existido sin problemas en todo el país en la Edad Media luego se censuraron.

Y en culturas cada vez más seculares ha disminuido el tabú relacionado con las palabras de temática religiosa. Por ejemplo: “Francamente, querida, me importa un carajo”, la famosa frase de Rhett Butler en la película “Lo que el viento se llevó”: es mucho menos impactante para los oídos modernos de lo que era para la audiencia de la película en 1939.

Pero los fantasmas de tabúes otrora fuertes pueden seguir acechándonos. Consideremos, como hacen los profesores Allan y Burridge, derramar sal, que alguna vez fue un acto caro e importante desde el punto de vista espiritual. Derramar una pizca de sal sobre el hombro izquierdo, en los ojos del diablo que vivía ahí, se suponía que alejaba la mala fortuna.

Muchas personas siguen haciéndolo, pero, sospecho, que ya no es para cegar al diablo. De igual modo, las palabrotas, otrora contaminadas con el asco o el poder asociados a un tabú fuerte, conservan su poder incluso cuando el impacto de esos orígenes disminuye.

Hoy en día, la mayoría de las veces las palabrotas nos ofenden porque decirlas es un comportamiento que ofende. Cuando decimos palabras altisonantes en un contexto en el que podemos suponer que quienes nos rodean preferirían que no lo hiciéramos, esa elección es una muestra de nuestra falta de respeto.

Situar la capacidad de ofender en la intención del que pronuncia el insulto ayuda a que algunas cosas desconcertantes sobre las palabrotas tengan sentido, como por qué es menos ofensivo sustituir una letra por un asterisco, a pesar de que todo el mundo sabe lo que significa.

La elección envía un mensaje al lector: reconozco que esta palabra puede ofenderte y me importan tus sentimientos. Como la intención importa, unos cuantos asteriscos pueden restarle fuerza a la palabra.

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Pero las palabrotas, incluso sin censura ni eufemismos, también pueden ser cariñosamente benignas. Para que se entiendan así, el oyente debe confiar en que no se trata de un ataque verbal por parte del orador, sino que este ha bajado la guardia y ha dado a entender que el ambiente es informal y la relación amistosa.

Decir palabrotas en estos contextos puede incluso fomentar la intimidad entre personas que acaban de conocerse. Entre personas que ya confían la una en la otra, es una forma excelente de comunicar afecto.

En algunos contextos sociales, como en un encuentro deportivo o un bar con los amigos, los insultos amistosos están bien vistos. ¿Qué hay del trabajo? En un estudio de 2004, los investigadores grabaron las conversaciones entre los empleados de una fábrica de jabón en Nueva Zelanda y encontraron que los trabajadores que se conocían muy bien entre sí, solían insultarse como muestra de su buen humor, pero que esto no sucedía cuando los trabajadores no formaban parte del mismo grupo de amigos.

En la oficina, un entorno históricamente formal que ha ido tendiendo hacia la informalidad, es posible oír algún improperio en una reunión o leerlo en un chat grupal, lo cual es más habitual en unos sectores que en otros.

Pero antes de participar, conviene recordar que la tendencia de los insultos a variar con el tiempo y el contexto, junto con su aparentemente mágica capacidad de escandalizar, también puede reflejar nuestros prejuicios y sesgos habituales. Decir palabrotas debería ser una cuestión de igualdad de oportunidades, pero todavía no hemos llegado a ese punto.

Y sigue habiendo muchos contextos en los que decir palabrotas resulta inapropiado por completo, como en una entrevista de trabajo o al conocer a nuestros futuros suegros por primera vez. Nos horrorizaría oír a una niñera decir palabrotas a un niño a su cargo. Y en esta publicación sigue habiendo “un umbral muy alto para las palabras vulgares”.

No estamos hablando de que en la cultura estadounidense o en la británica en general se haya vuelto más difícil causar estupor. De hecho, nos impacta más hoy el lenguaje racista, sexista, homofóbico, capacitista y discriminatorio que hace unas décadas. El material que históricamente se consideraba inofensivo y sano viene ahora acompañado de advertencias de contenido sensible cuando se enseña a los estudiantes.

En conjunto, lo que surge es que no es que ahora seamos más difíciles de impresionar, sino que lo que nos parece ofensivo sigue cambiando y evolucionando, como siempre lo ha hecho. En 2020, “Lo que el viento se llevó” se retiró de manera provisional de un servicio de emisión en continuo tras las críticas recibidas, no por lo que dijera Rhett Butler, sino por las representaciones románticas del sur estadounidense antes de la guerra de Secesión.

Cuando se reinstauró unos meses más tarde, se añadió un video introductorio con la advertencia de que ver esta película “podía resultar incómodo e incluso doloroso”.

El lingüista Geoff Nunberg escribió que “las malas palabras son hechizos mágicos que evocan sus referencias”.

Las invocamos para desahogarnos, armar bronca o compartir una carcajada, muchas veces sin mucho sentido. Es fascinante ahondar en su historia y comprender mejor de dónde procede esa magia. Pero también es satisfactorio deleitarse simplemente con el poder que concedemos al lenguaje para conmovernos.

Rebecca Roache es catedrática principal de Filosofía de la escuela Royal Holloway, perteneciente a la Universidad de Londres, y autora del libro “For F*ck’s Sake: Why Swearing Is Shocking, Rude and Fun”, del cual se adaptó este ensayo.

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