Ni siquiera hemos llegado al pico de la pandemia y los efectos sobre la economía son devastadores.

El balance es “catastrófico”. Cuatro de cada diez empresas han fallecido o están en proceso de cierre, a causa de la parálisis económica y al menos medio millón de puestos de trabajo están suspendidos o en camino a ser cerrados definitivamente.

El extenso enclaustramiento a que ha estado sometido el aparato de producción de bienes y servicios llevará a un retroceso del Producto Interno Bruto de entre seis y nueve por ciento al final de este año, de acuerdo con los vaticinios de las entidades especializadas.

La condición de las empresas, industrias y emprendimientos se ha deteriorado grandemente en los cuatro meses que han transcurrido desde que la pandemia se implantó en el país.

Y las derivaciones de dicho estado son más que dramáticas, puesto que se nos viene encima una pandemia de desempleo, pobreza y hambre que no podremos contener.

La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura ha previsto un escenario severamente agravado de pobreza y hambruna para Honduras, producto de la pandemia. Asimismo, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), ha alertado que una de cada tres personas en nuestro país vivirán en condición de pobreza.

Estas relaciones porcentuales que hemos citado de los informes de organismos externos reflejan la aciaga experiencia que vive la mayoría de la población hondureña que resiente el derrumbe de su poder adquisitivo por la ausencia de fuentes de trabajo y la falta de un esfuerzo gubernamental unificado y coherente para responder a sus necesidades.

Quienes gobiernan el país y sus colaboradores en la gestión de riesgos siguen encerrados en una visión de corto plazo frente a la gravedad de la actual problemática y abstraídos en planteamientos que no han llegado a ser concretados, en términos de manejar con sabiduría y oportunidad la emergencia sanitaria.

La economía de los hondureños se encuentra literalmente devastada, el derecho de la población a la alimentación diaria está violentado y, en general, la búsqueda legítima del bienestar común es un principio que ha sido abandonado en este tiempo de desgracia.

En países vecinos como Guatemala, el gobierno mantiene en apertura el 80 por ciento de la economía con esquemas inteligentes de movilización de personas y circulación vehicular.

En Uruguay, el país que ha enfrentado la pandemia de manera mejor calificada en el continente, el gobernante Luis Lacalle ha liderado una estrategia basada en el control epidemiológico y la apertura económica. Él mismo ha criticado la “cuarentena rígida” y ha dicho que no está de acuerdo con obligar a la población a confinarse.

¿No podemos en Honduras tomar lección de las buenas prácticas que han dado resultados efectivos en otras naciones, donde la crisis ha sido gestionada con solvencia?

El desafío y obligación es encontrar el equilibrio entre garantizar el acceso a la salud de las personas, volver a la actividad productiva y proteger los empleos, que no es más que “salvar la economía para salvar vidas”. Porque si no es reactivada la economía, el pueblo tendrá más hambre y habrá más pobreza y necesidad en nuestra tierra.