El fin de semana se ha declarado oficialmente inaugurado el período escolar y este día comienza la impartición de clases en todos los niveles de enseñanza formal.

Son ambiciosas las expectativas y mayúsculos los desafíos que se plantean, a la luz de los propósitos de convertir la educación en la piedra angular de la transformación de Honduras. Pero hasta ahora, todo ha resultado ser una "quimera".

La matrícula ha ido en caída libre. En 2019 se contabilizaron 75,000 alumnos menos que los inscritos en 2018. Un análisis levantado por diversas organizaciones nacionales y externas concluye que solamente en el nivel pre-básico y en los primeros dos ciclos de Educación Básica, se ha extendido la cobertura de escolarización.

Y si vamos al fondo de la problemática educativa, no se ha avanzado nada en la calidad, ni en el rendimiento de los alumnos; tampoco en el desempeño de los docentes.

Entre los pobres avances alcanzados figuran el cumplimiento de los 200 días de clases y la ampliación de la cobertura en los niveles pre escolar y en los dos primeros ciclos del nivel básico.

No deberíamos centrar nuestras esperanzas en el puro crecimiento de la población estudiantil o en la extensión del tiempo de permanencia de los niños y jóvenes en las aulas.

Los renglones en los que nos hemos quedado empantanados son diversos. Las competencias de nuestros alumnos son limitadas, el compromiso de los docentes está muy distante de ser cumplido y las políticas públicas en materia educativa son un "fracaso".

Siempre se ha afirmado que la educación es el pilar del desarrollo de un país, y que es la base de la construcción de la llamada sociedad del conocimiento.

Entonces es preponderante llevar a cabo una acción complementaria más allá de la gobernabilidad del sistema y de la suma de 200 días de clases. Hay que avanzar hacia una auténtica reforma educativa, con vistas a hacer de la enseñanza-aprendizaje una plataforma donde sea gestado el conocimiento y cultivada la semilla del progreso de Honduras.