Cuando la visité el año pasado, los mineros, que estaban en chanclas y pantalones cortos alrededor de un cráter inundado, volaron sus paredes con mangueras de alta presión para desplazar partículas de minerales y utilizaron mercurio para separar el metal del mineral.

En 2016, Nicolás Maduro, el autócrata del país, decretó que algunas extensiones del bosque debían convertirse en el Arco Minero del Orinoco, un territorio más grande que Portugal. Desde entonces, la minería ilegal en territorios que no han sido explorados previamente ha aumentado.

El oro sucio representa entre el 70 y el 90 por ciento de la producción nacional, según la filial local de Transparencia Internacional, un organismo anticorrupción.

La afluencia podría aumentar. El 18 de octubre, Estados Unidos levantó las sanciones a la empresa minera estatal de Venezuela, entre otras, a cambio de la promesa de Maduro de celebrar elecciones más libres el próximo año. “Esta decisión va a fomentar una bonanza criminal”, dice Cristina Burelli de SOS Orinoco, un grupo de presión ambiental, quien además sostiene que el régimen no tiene incentivos para reducir la minería ilegal de oro.

Se cree que los secuaces militares de Maduro supervisan la mayor parte de la minería ilegal. Una estimación local reportada por el International Crisis Group, un laboratorio de ideas con sede en Bruselas, sugirió que en 2019 los altos funcionarios del estado de Amazonas recibieron 20 kilogramos de oro al mes, que entonces tenía un valor de 800.000 dólares.

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Venezuela es solo el ejemplo más extremo en el auge del oro ilegal. Es habitual que la demanda de este aumente durante períodos de tumulto, como la subida vertiginosa que registró después de la crisis financiera de 2008 y el aumento en los últimos años como resultado de la tensión entre Estados Unidos y China, y la agitación en Ucrania y Medio Oriente. Una creciente clase media en China, y la India, también está impulsando la demanda.

Entre 2021 y 2022, los bancos centrales duplicaron con creces sus compras de oro, hasta 1136 toneladas. Se trata del nivel más alto desde que se comenzó a llevar un registro de esto en 1950.

En la India, una ola de bodas desde la pandemia de COVID-19 ha impulsado el sector de la joyería, que absorbe la mitad de toda la producción de oro a nivel mundial. En mayo, el precio del lingote alcanzó los 66.000 dólares por kilogramo, la segunda cifra más alta de la historia.

Esto ha provocado una fiebre del oro. En apariencia, América del Sur abastece una décima parte de las necesidades globales. Sin embargo, existe una gran brecha entre las exportaciones y las importaciones declaradas en el exterior.

Esto sugiere que la participación del continente podría ser mucho mayor, lo que convierte a América del Sur en una de las principales regiones de donde proviene el oro extraído de manera ilegal (ver gráfica).

Los mineros de oro ilegal tienen aliados poderosos. Además de Maduro, Luis Arce, presidente de Bolivia, y Jair Bolsonaro, expresidente de Brasil, han alentado o se han hecho de la vista gorda ante la minería informal, lo que ha ayudado al sector a industrializarse.

Los mineros informales solían buscar oro en los ríos o picar la tierra firme para sacarlo. Hoy en día, la extracción de oro se realiza con productos químicos peligrosos y maquinaria pesada. El mercurio ruso se propaga desde Bolivia a todo el continente. La dinamita peruana se trafica a granel hacia Ecuador. Excavadoras surcoreanas talan el bosque en Brasil.

Antes, los emplazamientos mineros tardaban un mes en abrirse, ahora pueden tardar tan solo una semana, dice Larissa Rodrigues del Instituto Escolhas, una ONG en São Paulo. Los trabajadores que caminaban durante días con algunas pepitas de oro ahora sacan sus ganancias en avión.

El sector es muy lucrativo. En Brasil, según el Instituto Escolhas, montar una mina de oro ilegal cuesta alrededor de 280.000 dólares. La producción mensual es de unos tres kilogramos y los beneficios mensuales rondan los 70.000 dólares en promedio.

Sin embargo, unos cuantos gramos de oro requieren mover varias toneladas de rocas y escombros. Muchos mineros ilegales utilizan minas antiguas porque son las más cómodas, dice Bruno Manzolli de la Universidad Federal de Minas Gerais. Pero a medida que aumentan los precios del oro, los minerales de mucha menor calidad se han vuelto valiosos.

A nivel mundial, la mayoría de las minas generan de cinco a ocho gramos de oro por tonelada de roca. En Bolivia, donde el diésel está subsidiado y el mercurio no está regulado, incluso un gramo por tonelada sigue siendo rentable.

Esto ha atraído al crimen organizado. Ahora mismo, un exceso de cocaína invade a América del Sur, y el precio mayorista está cayendo en picada. Por lo tanto, las bandas de narcotraficantes quieren diversificarse. Los mineros informales en el norte de Brasil, también llamados garimpeiros, cuentan con el respaldo del Primer Comando de la Capital (PCC), la banda criminal más grande del continente.

Flávio Dino, ministro de Justicia, dijo que después de haber lavado durante mucho tiempo dinero del narcotráfico con oro extraído ilegalmente, el PCC ahora actúa como un “sindicato minero clandestino”.

El PCC no es el único grupo criminal que sufre de la fiebre del oro. En febrero, la banda criminal más grande de Colombia, el Clan del Golfo, respaldó una huelga de mineros que duró un mes y que paralizó el estado de Antioquia. En junio, invadió la mina de oro legal más grande del país y robó varias toneladas de metal.

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Las autoridades colombianas dicen que los grupos armados ganan entre 2000 y 3000 millones de dólares al año con oro ilegal, casi la misma cifra que las exportaciones legales anuales de oro del país.

Los gobiernos están tratando de contratacar. Luiz Inácio Lula da Silva, el sucesor de Bolsonaro, ha desplegado a las fuerzas militares para detener la minería en áreas protegidas. En febrero, su gobierno expulsó a 20.000 garimpeiros del territorio de los indígenas yanomami y destruyó cientos de campamentos.

El gobierno y el banco central también aprobaron leyes para evitar que el oro ilegal entre en las cadenas de suministro, y piden una regulación internacional del comercio del oro en general. “Lo que se exporta no es solo oro ilegal, sino también las vidas de los pueblos indígenas”, dice Marina Silva, ministra de Medio Ambiente de Brasil.

En Colombia, el gobierno izquierdista de Gustavo Petro está teniendo menos éxito. En los primeros seis meses del mandato de Petro, las fuerzas militares cerraron 900 minas ilegales, según los últimos datos. En los últimos tres años, el total fue de 9200. Parte del problema es que Petro, que fue guerrillero, tiene una relación tensa con el Ejército.

Su gobierno también ha irritado a las empresas mineras extranjeras legales, pues amenaza con reconsiderar sus permisos. “El problema no es la minería ilegal”, declaró la vicepresidenta Francia Márquez. “El problema es un modelo de desarrollo económico basado en el extractivismo”.

Entre 2014 y 2016, Márquez fue una activista que ayudó a cerrar una mina de oro ilegal. Pero en el gobierno, ella y sus colegas parecen haber perdido esa claridad en sus políticas.

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