En lo que ha transcurrido de este año, ha penetrado en nuestro territorio una masa de al menos 368,000 extranjeros con estatus irregular, 70,000 de ellos menores de edad.

Más de 20 de estos semejantes nuestros han perdido la vida en su travesía por Honduras, los más por razones de salud y otros en catastróficos accidentes viales.

¡Es toda una desgracia! Se fueron de su tierra con la esperanza de encontrar una salida a su tormentosa vida llena de carencias y opresiones, pero el destino jugó en su contra y los llevó a perder la vida en el intento.

Estas mujeres, hombres, jóvenes y niños tienen literalmente invadidas nuestras ciudades, más todavía El Paraíso, Danlí, Choluteca y el Distrito Central. Piden dinero en las calles, plazas y parques e imploran porque se les facilite su travesía hacia el norte.

Para no variar, estos desdichados prójimos, en su gran parte provenientes de Venezuela, Cuba y Haití, son objeto de despiadados abusos en lo que se refiere al cobro del valor de los alimentos, bebidas y del servicio del transporte.

Esta avalancha que nos ha caído con más fuerza este año, se convirtió en una emergencia humanitaria, en un drama social y hasta en una amenaza sanitaria que ha sido tratada por encima, no en toda su dimensión.

¡Cuánta indolencia en el manejo de esta emergencia humanitaria! Recordamos que hace unos meses, los alcaldes de las ciudades de mayor tránsito de los migrantes alertaron que la situación debía ser intervenida cuanto antes, en tanto que se había desbordado. Las respuestas de las autoridades centrales han sido parciales, ligeras y quedaron congeladas en el tiempo.

Lo cierto es que el drama se ha acentuado, se salió de control. Los tres mil o cuatro mil hombres, mujeres, niños y jóvenes que diariamente ingresan en nuestro territorio se encuentran abandonados a su suerte y a su condena de no ser asistidos con justicia, compasión, sentido humanitario y reciprocidad.

Nuestras autoridades, las pasadas y las presentes, han pecado por una actitud de parsimonia frente al drama de una muchedumbre que se desplaza desordenadamente con todas y cada una de sus consecuencias económicas, vulnerabilidad social y violación a los derechos humanos.

La respuesta al flujo de migrantes que huyen de la miseria que viven en sus países debe ser inmediata. Es una tragedia humana ante la cual no caben ni la demora, ni la apatía ni la insensibilidad.

Hay que hacer algo para enfrentar al vendaval humano que nos ha llegado, más allá de que la migración sea un derecho humano y no un delito.

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