Los indicadores de Honduras no solo validan esa deplorable conclusión, sino que además profundizan la seria amenaza que se cierne sobre el presente y futuro de las generaciones impactadas y afectadas, mientras el país como tal, paga en su totalidad, las funestas consecuencias.

Honduras ha vivido y sigue viviendo una monumental tragedia educativa y socioeconómica, que impone graves limitaciones al proceso formativo y conductual del nuevo hondureño; una auténtica tragedia derivada de la confabulación de un sistema con la carencia de políticas públicas resultante de la indiferencia, opacidad y falta de voluntad de los gobiernos de turno.

No es una casualidad que Honduras ocupe uno de los últimos lugares según los indicadores de subdesarrollo, desigualdad e ignorancia.

En el renglón de gasto público en educación per cápita a nivel mundial estamos en la cola, 119 de 189 países evaluados.

De ahí que 7 de cada 10 jóvenes en la actualidad, estén fuera del sistema educativo público; que entre 400 y 500 alumnos deserten a diario de las aulas, porque hay que trabajar en lo que sea para tener algo de comida en sus empobrecidos, y en la mayoría de los casos, desintegrados hogares. 

Y lo que más lamentamos, es que a los gobiernos no les va ni les viene. Es decir, les “desliza”. Les vale “charra”, por más que le enrostremos a la clase política que por su culpa la pobreza le priva la educación a más de medio millón de niños y jóvenes, y que el 75 por ciento de la población infantil de Honduras vive y sigue viviendo en hogares en situación de pobreza y extrema pobreza.

Un sistema y una institucionalidad que le robaron al estudiante su derecho a una educación inclusiva, pertinente y equitativa.

La excluyente cobertura, el mediocre rendimiento de los alumnos, la dependencia de una merienda al día para paliar el hambre en el aula, que por cierto la actual administración había eliminado, terminan de configurar este estado de calamidad educativa y socioeconómica generalizada.

El hecho de que un millón 200 mil menores entre los 12 y 17 años estén fuera de las aulas de clases por pura precariedad económica en sus hogares, es el fiel reflejo de la errática lucha contra la pobreza y la desigualdad social y económica.

Se trata de una de las conspiraciones más grandes atribuidas a la clase política y a los gobernantes de turno, contra la inclusión y equidad,  necesarias para construir una sociedad más democrática e inclusiva, respetuosa del ser humano, y sobre todo, de la niñez y juventud históricamente en desventaja en Honduras.

Eso explica por qué en el país no evolucionó el concepto de inclusión hacia el histórico compromiso de que los niños y niñas de Honduras tienen derecho a la educación, independientemente de su condición social, económica, y de sus capacidades y habilidades.

El gobierno de doña Xiomara, lamentablemente, no pudo hasta ahora, levantar la estafeta, y sólo ha seguido arrastrando esa deuda histórica, mientras nada parece indicar que los compromisos de campaña y promesas electoreras se puedan a esta altura, transformar en acciones concretas y estrategias asertivas, y menos, en políticas públicas que de una vez  acaben con las conspiraciones de la que es víctima el propio pueblo hondureño.

La niñez y juventud de Honduras no merecieron nunca, ni se merecen ahora, que desde el Estado mismo, con toda y su insensible institucionalidad, se les condenara a la ignorancia y la pobreza eternas.

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