Es indiscutible que este año nos ha dejado una estela de dificultades, de duros golpes, de pérdidas invaluables y de balances negativos en el aparato económico, en la plataforma social y en el terreno político, además de los fallidos resultados en el combate a la corrupción.

La pandemia covid-19 se ensañó con nosotros. No esperábamos que sus efectos fueran tan demoledores y que tuviera repercusiones tan graves, más allá de las preciosas vidas que el virus nos arrebató sin piedad y sin acepción alguna.

La emergencia epidemiológica ha provocado un derrumbe enorme en nuestro Producto Interno Bruto, una fisura en el aparato productivo y un desfase en los planes de generación de empleo, de alivio de la pobreza y de incremento en los niveles de competitividad.

Veníamos de una desaceleración económica, pero con perspectivas de avanzar en los principales indicadores con una derrama sobre los sectores más deprimidos por la falta de acceso a los servicios esenciales de proyección social.

La plaga hizo que nuestras expectativas se tornaran oscuras. Mostró la galopante corrupción que socava nuestros cimientos, los harapos en que se encuentra nuestro sistema de salud, la pésima capacidad para la gestión de riesgos y el abandono en que han estado los grupos mayoritarios de la población en sus demandas elementales.

Los eventos meteorológicos Eta y Iota vinieron a empeorar nuestra realidad y a crear, para la gran mayoría de los hondureños, ruinas sobre calamidades.

En verdad, este año ha sido de desventuras, estragos y destrucción, de saldos adversos y de incertidumbre. Con todo, no podemos tomarlo como un período perdido o un tiempo para olvidarlo y borrarlo de nuestra historia.

Al contrario, hay que guardar memoria de lo que nos está heredando 2020, un período que debe resultar muy prolífico en aprendizaje de lecciones, rico en la meditación sobre el rumbo de nuestro país y profundo en la reflexión acerca de nuestra esencia como sociedad.

Una de las primeras conclusiones que deberíamos de obtener es que los hondureños necesitamos crecer como pueblo, encontrar nuestra unidad de cuerpo y nuestra identidad colectiva.

Nos compete enfrentarnos al reto de engrandecer nuestro país y de recuperarnos de los reveses sufridos en 2020. Para este cometido necesitamos corregir los errores que hemos cometido en los principales órdenes de nuestra vida, en particular, no olvidemos los daños que nos ha causado la mortal plaga de la corrupción que ha derivado en más desigualdad, pobreza y subdesarrollo.

Planifiquemos la construcción de nuestro destino. Los empresarios, los académicos, los productores, los campesinos, la iglesia, las organizaciones de la sociedad civil y todos los sectores de la hondureñidad, estamos convidados a hacer una evaluación de nuestra misión y a colocar en la balanza nuestros derechos y deberes.

Nuestros gobernantes y líderes también están obligados a adecentar sus ejecutorias y volverse de sus perversidades. Son ellos los mayores culpables de haber empobrecido, sumido en el retraso, en la corrupción y en la miseria a nuestro pueblo.

Dos mil veinte es un año que está por concluir y sobre el cual hay que regresar, porque es propicio hacer un recuento de lo ocurrido en los últimos 12 meses para no cometer los mismos desaciertos; en su lugar, elevar nuestra calidad de ciudadanos, crear mejores condiciones de vida para los más deprimidos y avanzar en el desarrollo de una Honduras donde prevalezcan la justicia, la equidad, el bienestar general y la transparencia.

En Honduras solamente la tercera parte de población económicamente activa tiene educación básica