Abominables son los hechos de violencia, en todas sus manifestaciones, cometidos en perjuicio de los menores de edad, frente a los cuales nuestros gobernantes y la sociedaden general muestran una imperdonable indiferencia.

Esta semana se informó sobre el asesinato de un niño de 11 años, cuyo cuerpo fue lanzado posteriormente frente a la iglesia católica de Chinda, en el occidental departamento de Santa Bárbara.

Unas pocas horas después de ese atroz crimen, se conoció la muerte de un menor de apenas dos años de edad, a causa de fracturas en el cráneo provocadas por los golpes de su desalmado padre, un brutal suceso ocurrido en Danlí, El Paraíso.

Apenas son dos expedientes perturbadores entre centenares de crímenes consumados en detrimento de nuestros indefensos niños. Este amplio segmento de la población estácada vez más expuesto a los abusos, atropellos y violaciones, en una sociedad hostil donde no existen garantías de respeto a los derechos humanos de los menores.

Los niños están pereciendo violentamente en su propio núcleo familiar; además, son utilizados para tráfico de órganos, abuso sexual, trata de personas, y sometidos por bandas de narcotraficantes y redes de pedofilia.

Solamente durante la pandemia, al menos 500 menores de edad habrían desaparecido en el país, a juzgar por cifras que han sido referidas por activistas de derechos humanos con base en información de autoridades de seguridad locales y de la Policía Internacional.

Los vejámenes cometidos en detrimento de nuestros pequeños son –sin duda alguna- las expresiones más bajas de la conducta de los seres humanos.

Por ello es que es imperioso que se haga justicia en mérito de los niños que son víctima de todo tipo de vejámenes y que se privilegie el respeto a su dignidad. Es un tema que debería de llamarnos a la meditación y a un examen interior profundo.

Porque la protección de los derechos de los menores de edad deben ser una prioridad y un fin supremo. Es una pena y una desgracia que los niños no hayan sido, y que tampoco lo sean ahora, sujetos de las políticas públicas. Sus garantías elementales están plasmadas en papel mojado.

A la indolencia de las autoridades gubernamentales frente a la problemática de la niñez, debemos anotar con particular acento que tampoco ha sido decisivo el papel de los organismos no gubernamentales y de las instituciones privadas de desarrollo que aseguran defender los derechos de los pequeños, pero que –en sustancia- se limitan a plantear puros discursos ilusorios y a presentarse como abanderados de una fingida lucha por los niños.

La crueldad, las agresiones y la discriminación de que son víctima los menores de edad en Honduras, son testimonio de miseria humana. Son signos de un estado de descomposición en que se encuentra nuestra sociedad, pero que es necesario corregir con decisión para que en el país no se imponga el salvajismo en menoscabo de nuestros niños.

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