Los homicidios se han disparado y la extorsión, el sicario y el narcotráfico también van en escalada.

El asesinato del sacerdote Enrique Vásquez la semana que acaba de terminar, ha provocado consternación en todos los círculos de opinión del país, no sólo porque se trata de un ministro de la fe a quien le arrebataron la vida, sino porque es una manifestación inequívoca de que la violencia criminal ha tomado nuevas fuerzas.

Declaraciones de las iglesias católica y evangélica ponen de relieve que en el país se ha enraizado una cultura de la violencia y del irrespeto a la vida. Prevalece la cultura de la inseguridad y no de la convivencia pacífica y de la majestad de las leyes.

Los estudiosos del tema de la seguridad pública han externado, de su parte, que las embestidas de los facinerosos se han desbordado y lejos de estar bajo control.

¿Está superada la capacidad de las fuerzas de seguridad y   la competencia de las agencias de investigación? Lo que es concluyente es que el nuevo Gobierno tiene el apremio de intervenir con una estrategia más integral y de acciones duras.

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Los informes de la Secretaría de Seguridad precisan que, hasta el viernes anterior, se habían cometido en promedio unos 600 homicidios, en razón de 10 eventos cada 24 horas.

Según la información procesada por la Policía Nacional, en enero se consumaron 11 crímenes diarios, y en febrero y marzo se han contabilizado ocho sucesos.

Para los analistas abordados por HRN, las autoridades de Seguridad y Defensa no pueden tener una visión muy corta o demasiado apegada al discurso que en el reciente pasado se había fabricado en el sentido que Honduras es el único país que ha logrado reducir la criminalidad desde 86 a menos de 40 eventos por cada cien mil habitantes.

El asunto concreto es que la delincuencia y la criminalidad organizada se han intensificado. Sus organizaciones han vuelto a encontrar espacios libres para sus intervenciones y los cuerpos de seguridad y de investigación urgen afinar sus estrategias y darles seguimiento a los procesos de depuración de los operadores de justicia.

La demanda de los hondureños es que la batalla contra las estructuras delictivas tenga resultados verdaderos y no maquillados como los que nos presentaron en la última década.

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