Por segundo año consecutivo, los hondureños conmemoramos la Semana Santa en un entorno condicionado por la pandemia covid-19, la crisis política y el derrumbe económico y social del país.

El entorno en que nos debatimos los hondureños es desesperanzador. La emergencia epidemiológica ha alcanzado niveles insospechados que nos pone en alto peligro ante el virus mortal.

Como plaga de Egipto, también nos ha venido encima una crisis política como consecuencia de las elecciones internas y primarias, las más desprestigiadas y ayunas de transparencia y expresión del poder popular. Estamos al filo de sufrir una situación convulsiva como las que se presentaron en 2009, con motivo de la defenestración del presidente Manuel Zelaya Rosales; y en 2017, con ocasión de los comicios que dieron pie para la reelección.

No es solo que la gobernabilidad, las instituciones y la democracia están en tambaleo, sino que la gran mayoría de la población -siete de cada diez hondureños- sufre el progresivo menoscabo de las condiciones de vida y de sobrevivencia.

Las proyecciones macroeconómicas apuntan que el Producto Interno Bruto no crecerá más allá del cuatro por ciento, en el mejor de los casos, el desempleo se incrementará más allá de los cinco puntos y la inversión extranjera seguirá perforando el piso, mientras las empresas que logren salir a flote se espera que lo hagan en la informalidad.

En el tiempo de la Semana Mayor que hemos comenzado, es un tiempo propicio para meditar sobre nuestro pasado reciente, nuestro tumultuoso presente y nuestro nebuloso futuro.

Porque, al fin y al cabo, lo que conmemoramos es la vida, pasión, muerte y resurrección del Hijo del Hombre, de aquél en quien se consuma la fe, la vida, la restauración y la redención.

Las enseñanzas del Salvador del Mundo, de Cristo Jesús, cobran mayor urgencia, veracidad y poder en la conjugación de crisis sanitaria, política, económica y social que nos agobia a los hondureños.

La recuperación de nuestros valores como sociedad, el adecentamiento de nuestra clase política, la profundización de nuestra democracia y la búsqueda del bien común están en los eternos valores promulgados y declarados por el Hacedor del Universo.

Los hondureños sabemos muy bien que el verano 2021 representa un saludable intervalo que debemos dedicar para restaurar nuestros lazos familiares, aclarar nuestros pensamientos y, particularmente, aliviar las cargas que traemos a cuestas.

Porque la gran mayoría de nuestro pueblo sufre su propio viacrucis. A los problemas estructurales de la desigualdad social, la corrupción y la violencia criminal, agregamos la conflictividad política, el acecho de una pandemia que se ha entronizado con especial agresividad y las adversas circunstancias económicas que nos azotan.

Volvamos, como pueblo, a la sencillez y humildad, a los valores eternos del amor, la convivencia, la honestidad y la justicia.  Bien dicen las Santas Escrituras: Los estatutos hay que guardarlos y ponerlos por obra. Porque son la sabiduría y la inteligencia de un pueblo entendido y de una nación grande. A eso debemos aspirar los hondureños y éste tiempo es bueno para reflexionar sobre nuestro destino.

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