Aunque en un principio los colonizadores saquearon su oro, plata, algodón y azúcar, más adelante se convirtió en proveedora de caucho y petróleo para Europa y Estados Unidos.

Ahora, a América Latina se le presenta la oportunidad de convertirse en la superpotencia del sector primario del siglo XXI. Esta vez, debe aprovechar la oportunidad e impulsar su desarrollo interno.

Como resultado de la transición a energías limpias, la demanda de los metales necesarios para multiplicar las granjas solares y eólicas, el tendido eléctrico y los autos eléctricos será significativa en las próximas décadas.

América Latina tiene más de una quinta parte de las reservas globales de cinco metales de vital importancia. Ya domina la minería del cobre, utilizado en todo tipo de tecnologías verdes, y tiene casi el 60 por ciento de los recursos conocidos en el mundo de litio, empleado en los principales tipos de batería para vehículos eléctricos.

También tiene plata, estaño y níquel en cantidades abundantes. La ventaja es que verá beneficios incluso si el ritmo de avance de la transición verde no es muy acelerado, pues, gracias a descubrimientos recientes de petróleo, podría cubrir entre el cinco y el diez por ciento de la demanda global para 2030.

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El mundo no solo se irá haciendo más verde, sino también más poblado. Mientras que ahora tiene 8,000 millones de bocas que alimentar, se calcula que para 2050 esa cantidad sea de casi 10,000 millones.

En consecuencia, aumentará la demanda de carbohidratos, proteínas y productos exquisitos que América Latina produce en abundancia. La región ya cubre más del 30 por ciento de la demanda mundial de maíz, carne de res, aves de corral y azúcar y el 60 por ciento de la de soya.

Ocho de cada diez tazas de café arábica consumidas en el planeta se preparan con granos de esa región. Para 2032, su exportación neta de alimentos podría superar los 100,000 millones de dólares, la mayor del mundo… por mucho.

El atractivo de la región como socio comercial se verá acentuado por las rivalidades entre superpotencias. Ahora que Occidente busca a toda costa la diversificación fuera de China, le interesa concretar más acuerdos con América Latina, una región neutral y pacífica en general.

Puesto que sus rivales adinerados también tienen puestos los ojos en sus riquezas, se está gestando un gran juego nuevo: apenas el mes pasado, la minera brasileña Vale completó la venta del 13 por ciento de su división de metales verdes a empresas de propiedad saudita por 3,000 millones de dólares.

China destinó 1,400 millones de dólares al desarrollo de la producción de litio en Bolivia y Europa se comprometió a invertir 45,000 millones de euros en proyectos verdes de América Latina.

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El problema es que la relación de América Latina con las materias primas casi nunca ha sido grata. Las luchas por los botines esperados catalizaron en el pasado golpes de Estado, desigualdad y populismo.

El déspota venezolano Hugo Chávez no aprovechó la bonanza petrolera de su país; no solo gastó a manos llenas sin invertir suficiente dinero en esa industria, sino que además la llenó de sus compinches.

Las inesperadas ganancias derivadas del petróleo en Colombia y Ecuador causaron una desindustrialización prematura.

Conforme han aumentado las facturas de las exportaciones, también se han apreciado las monedas nacionales, lo que ha afectado a otras industrias de exportación y ha hecho que el destino de la región dependa de un mercado volátil.

América Latina ha vivido incontables periodos de auge y fracaso. No hay equilibrio en las economías locales: en promedio, el 80 por ciento de las exportaciones de sus países corresponde a la exportación de materias primas.

Para aprovechar al máximo la oportunidad en esta ocasión, los países latinoamericanos deben tener muchos aciertos. Para empezar, necesitan asegurarse de que en realidad ocurra la bonanza.

En este momento, la política no lo permite. Con el ascenso de izquierdistas y populistas al poder, muchos países de la región han aprobado o tienen proyectadas leyes que prevén un aumento en los impuestos, la nacionalización de reservas o la suspensión de la inversión extranjera.

Es justo y pertinente que los gobiernos busquen maximizar su renta, en especial por lo mucho que les han robado en el pasado. Pero si pretenden sacar demasiado o no dejan de cambiar de opinión, no verán aumentar sus reservas pronto.

Compartir el botín con las comunidades que viven cerca de las minas también es crucial. Los residentes locales se quejan de que la extracción pone en riesgo sus medios de subsistencia.

Este año, las protestas suspendieron por meses el trabajo en una mina de cobre en Perú que produce el dos por ciento del abasto mundial. Por lo regular, los gobiernos nacionales ignoran a esas comunidades; las empresas mineras han estado envueltas en muchas ocasiones en escándalos o han arruinado el medioambiente local.

A menos que ambas partes hagan algo más para reparar las relaciones, el progreso no dejará de ser precario. El dinero, por el que muchas veces pelean los jefes locales, no puede resolverlo todo.

Además, los gobiernos deben ser juiciosos a la hora de gastar sus recursos. Cuando los precios suben, deberían reservar parte de las ganancias inesperadas en fondos para periodos de crisis de los que puedan disponer para apuntalar el presupuesto estatal en temporadas adversas.

En vez de malgastar el dinero en proyectos para construir fábricas modernas de baterías desde cero, los gobiernos deberían invertir en los elementos básicos que permiten el surgimiento de nuevas industrias: educación, salud, infraestructura e investigación.

El Banco Mundial calcula que la brecha de financiación para infraestructura de Brasil hasta 2030 es de casi 800,000 millones de dólares, el 3.7 por ciento del PIB cada año. América Latina tiene una oportunidad histórica para escapar de su trampa de recursos. Debería aprovecharla.

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c.2023 Economist Newspaper Ltd, Londres 14 de agosto, 2023. Todos los derechos reservados. Reimpreso con permiso.

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