Hasta la saciedad hemos cuestionado que el tamaño del gobierno es muy grande para las anémicas finanzas que, en oportunidad de los golpes asestados por la pandemia, muestran un mayúsculo debilitamiento.

El aparato estatal está sostenido por una masa que roza los 240 mil funcionarios y empleados que cada mes consumen unos 3 mil 500 millones de lempiras.

El peso ejercido por los sueldos y salarios sobre el Presupuesto de la República es de tal proporción que para este año se previó un gasto de más de 69 mil millones de lempiras en ese renglón y para 2021 la erogación está proyectada en 79 mil millones de lempiras.

Es inadmisible que cincuenta centavos de cada lempira que es recaudado por el fisco sean destinados para alimentar un obeso cuerpo de empleados del sector público. 

Semejante derroche de dinero resulta particularmente irreflexivo y absurdo en una época dominada por una crisis económica sin precedentes que se refleja en un desplome del diez por ciento del Producto Interno Bruto y en el derrumbe de cuarenta por ciento en los ingresos tributarios.

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En un alto porcentaje, los funcionarios y empleados públicos son una población parasitaria que medra no por mérito, sino por tráfico de influencias o por su figuración en campañas políticas que les ha permitido ingresar enel servicio del Estado.

Esta semana ha sido prolífica en movimientos de protesta por el atraso en el otorgamiento de sus sueldos y salarios regulares y en la entrega de beneficios colaterales.

No desconocemos que son legítimos los reclamos de aquellos sectores que Sí han estado en las principales posiciones de ataque contra la pandemia covid-19 o que, desde otras funciones, devengan honrosamente su salario; no así, los burócratas que literalmente son parásitos, en tanto que figuran en las planillas, pero que no tienen asignación alguna o su desempeño es inútil.

En esa misma línea, entendemos que –al fin y al cabo- quienes están enquistados en la “cosa pública” son, en un grueso porcentaje, activistas que nada más esperan que sea retribuido su esfuerzo proselitista o su inversión en política.

Son los líderes que han llegado al poder de la nación los culpables del crecimiento desordenado del aparato estatal, mediante la gestación de nuevas dependencias, el nombramiento de un ejército de asesores o comisionados y la creación de cargos a los que son asignadas remuneraciones estratosféricas.

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La huella devastadora de la emergencia obliga a establecer un plan  integral que incluya una revisión de la nómina improductiva de empleados y servidores públicos, el manejo de los magros fondos del Estado y la construcción de un Presupuesto equilibrado que delimite la frontera de la disciplina fiscal y de la recuperación de la economía hondureña.

Calza en este punto la interrogante: ¿Cuál es el sacrificio del gobierno en el actual atolladero económico? Los 23 funcionarios que devengan los salarios más altos entre 100 mil y 300 mil lempiras mensuales se han resistido a que sus ingresos sean disminuidos y tampoco hay signos orientados a adelgazar la estructura salarial del país.

Hasta ahora la cuenta de la crisis la ha pagado el pueblo que está más sumido en la pobreza y los empresarios, industriales y pequeños emprendedores que no han podido sobrevivir en esta desgracia.

Hay que hacer una lectura detenida sobre las líneas torcidas de la emergencia sanitaria con ramificaciones económicas y sociales. No podemos seguir cargando con una voluminosa masa salarial que nos cuesta demasiado ni con un corpulento y estéril aparato gubernamental. Austeridad en el gasto, disciplina fiscal y ordenamiento en la casa son los elementos sobre los cuales debe girar nuestro plan de reconstrucción post-pandemia.