La tercera parte de los jóvenes de Honduras no trabajan y ya perdieron esperanza de encontrar una fuente de ingresos en la economía formal. Es una infelicidad que alrededor de 400,000 muchachos estén desempleados, la mitad de ellos menores de 25 años. Las cifras son trilladas y hasta nos hemos acostumbrado a repetirlas sin analizar sus alcances en términos de plantear y poner en marcha respuestas a esta realidad desafortunada. La triste y vergonzosa conclusión a la que llegamos es que nuestros jóvenes no han llamado a preocupación, ni mucho menos han sido una prioridad en el programa de los pasados ni del presente Gobierno. Los jóvenes hondureños sólo son sujetos pasivos de las falsas políticas públicas de desarrollo y de los discursos escritos en letra muerta y pronunciados por los demagogos y por los populistas que pregonan ser abanderados del pueblo y defensores de la democracia. Nuestras generaciones nuevas viven en el oscurantismo, si hemos de hacer referencia a que más de un millón están fuera de la cobertura del sistema educativo y cerca de 400,000 se encuentran sin trabajo. Esta situación excluyente empuja a un número entre 600 y 1,000 hondureños a emigrar irregularmente cada día hacia Estados Unidos, en su mayoría jóvenes que no encuentran en su tierra condiciones de igualdad social ni prosperidad económica. Y si esta tendencia continúa en aumento, para el período 2035-2040 nuestro capital humano habrá abandonado su tierra en gran escala. Es una pérdida que no podremos compensar por mucho que se incrementen las remesas ingresadas en nuestra anémica economía. Estamos convencidos que todo lo que hay que hacer en Honduras para construir una sociedad moderna y una economía en crecimiento sucederá más rápido si los jóvenes tienen oportunidades de acceso a la educación y a puestos de trabajo dignos. Para materializar esta aspiración, nuestras autoridades, los empresarios, los organismos de la sociedad civil, la academia, los líderes obreros y todos los que integramos esta Honduras, debemos entender, de una vez por todas, que los jóvenes necesitan oportunidades y hay que crear estos espacios. Por justicia, tienen derecho a vivir en un país con ventajas para ellos y a no seguir siendo discriminados ni condenados al círculo de la desesperanza y la pobreza. Sólo así nuestra sociedad podrá experimentar el cambio que necesitamos para salir del retraso endémico en el que nos encontramos la mayoría de hondureños. Mientras la llama de la juventud permanezca viva, podemos atesorar la esperanza de que las nuevas generaciones cumplan fielmente con su misión de sembrar la semilla del desarrollo, de la equidad, y de la inclusión en Honduras. Por ahora, nuestro país tiene las puertas cerradas para los jóvenes, que son –con creces- el principal activo de Honduras.