Por su sentido analítico y su significado reflexivo nos han llamado poderosamente la atención los juicios de valor expresados por líderes religiosos del país de reconocida potabilidad.

El cardenal Óscar Andrés Rodríguez ha recriminado la ambición de desmedida de los corruptos, manifestada con creces en las presentes circunstancias de crisis en los órdenes sanitario, económico y social.

Y el obispo de la zona occidental, Darwin Andino, les ha enrostrado a los políticos, gobernantes y opositores, su condición de “oportunistas” y empecinados en concretar –a costa de lo que sea- sus intereses malsanos.

¡Cuánta profundidad, sensatez y verdad existe en el planteamiento de tales argumentos! Nuestro país se encuentra en un mayor nivel de estancamiento en todos los terrenos.

De sobra entendemos que la clase política carga con la mayor cuota de responsabilidad por el estado de rezago en que está hundida nuestra nación.

Ellos han administrado mal el Estado de Honduras y siguen en busca de satisfacer sus conveniencias, mientras florecen la deshonestidad y las ambiciones descomunales de algunos sectores roñosos que han sido de tropiezo para el desarrollo de la empobrecida Hibueras.

Es absolutamente cierto que nuestra Honduras está anquilosada en medio del “artero” quehacer político, la hipocresía de los liderazgos impuestos y la ausencia de una institucionalidad sólida.

Honduras carece de un proyecto de nación y de una visión de país. Los políticos, depositarios del poder del pueblo, se han olvidado de su compromiso de luchar sin pausa en procura del bien común y de trabajar en mérito de la persona humana, que es el fin supremo de la sociedad.

Estamos navegando en dirección hacia el precipicio. No tenemos un norte que nos indique hacia dónde vamos, qué propósitos perseguimos; tampoco sabemos qué nos depara a todos los que pertenecemos a esta patria.

Lo más reprochable es que nuestras autoridades no hayan tomado nota de la gravedad de la pandemia que nos ha caído como losa, a efecto de corregir los entuertos cometidos y enrumbar a esta nación hacia puerto seguro.

No atisbamos los signos convincentes de una decisión de dar una vuelta al capítulo del oscurantismo en que estamos sumidos, con fines de proyectar el desarrollo integral de nuestro país.

Y la oportunidad de Honduras para no precipitarse está llegando a su final. La economía ha caído en un 13 por ciento -un indicador nefasto que nunca antes se había registrado, ni siquiera en las peores calamidades sufridas por el país- y las exportaciones e importaciones totales se desplomaron en 1,800 millones de dólares en el primer semestre.

Los tributos se deslizaron hasta su piso, el déficit entre los gastos y los ingresos se ha ensanchado y el endeudamiento público subió hasta la inestable línea que roza el cincuenta por ciento del Producto Interno Bruto.

Grande es el menoscabo social que sufren tres de cada cuatro hondureños, lo mismo que la aflicción de más de un millón de personas que han sido suspendidas o canceladas de sus trabajos a causa de la peste.

Estos datos mueven a desasosiego y generan angustia. Nos colocan en alerta de que estamos frente a un peligro de que nuestra institucionalidad se desgarre, que toda la estructura de producción se dé por perdida y que la arquitectura social se destruya.

Traemos a meditación un fragmento de Los Proverbios que a la letra dice: “Cuando los justos gobiernan, el pueblo se alegra; mas cuando domina el impío, el pueblo gime”.

En estos días de plagas y crisis, Honduras clama por la unidad de esfuerzos a favor de un profundo sistema democrático en lo que implica el ejercicio sabio del poder, una boyante economía y un estado de equidad social, a la luz de la justicia, transparencia, igualdad y bienestar común. 

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