Nunca como en este tiempo, justo cuando vivimos al filo de esta delgadísima como consistente línea que divide a la nación, se vuelven tan propicios los llamados a buscar el bienestar humano a través de los eternos valores de la solidaridad y el amor, pero también, de la capitulación de intereses mezquinos y luchas de poder que nos han heredado un país altamente polarizado, partido casi por la mitad y tan enfrentado.

Lo que el odio y la polarización ha provocado ha sido devastador para el tejido social nacional; además de minar el bienestar humano y estancar el desarrollo, nos quitó la paz, dividió a la familia, agravó la ingobernabilidad, socavó los pilares sobre los que se sustenta la ya de por sí frágil democracia que tenemos.

Así se arruinó -irreparablemente- hace un buen tiempo atrás, la convivencia y la tranquilidad que teníamos los hondureños.

La polarización y el odio, atizados por los malos políticos que hemos tenido, lamentablemente provocaron que muchos capitularan en su sueño de vivir en una Honduras solidaria, conviviendo en una sociedad sensible e inclusiva, y no en la otra, la polarizada, la indiferente, la inmoral, la que con todos y sus pocos “privilegiados” dobló por el atajo de la zancadilla, agarrando el camino fácil de la trampa.

Perdimos como país la capacidad de gestionar para nuestra gente, las solidarias formas de generar amor y bienestar, de concebir calidad de vida. El odio y la confrontación, decía el cardenal Rodríguez en su homilía del domingo anterior, corroe la conciencia de las personas y de los pueblos.

La mentalidad de enemistad, decía un político oriental, que envenena el espíritu de una nación, que es capaz de instigar luchas brutales de vida o muerte, que destruye la tolerancia y la humanidad de una sociedad, hasta bloquear su progreso hacia la libertad y la democracia, advertía.

No seamos más tolerantes con lo que nos divide y con lo que nos quita la paz. No podemos dejarnos quitar los pocos recaudos de democracia que nos quedan. Los pilares sobre los que se sustenta la gobernabilidad y la paz social, pero sobre todo, lo que todavía nos pueda llevar a alcanzar el bienestar humano que los hondureños nos merecemos.

Tenemos que pararnos en treinta como decimos popularmente contra el odio y todas las formas de exclusión y discriminación: las grandes prioridades y demandas de los hondureños, si a la clase política no le interesa deponer las armas de la confrontación.

En su reciente pronunciamiento la Conferencia Episcopal de Honduras llamaba a que este tiene que ser más bien el momento de luchar por mejores condiciones de vida, de salud, trabajo, educación, y de mejores condiciones de igualdad e inclusión.

En su homilía el Cardenal Rodríguez nos emplazó así : “Honduras no puede seguir siendo más tierra fértil para que aquí se reproduzcan los virus que carcomen la institucionalidad, la democracia, y sobre todo, la paz que todos nos merecemos”.

¿Cómo no vamos a estar de acuerdo con eso?. Los hondureños clamamos por paz y armonía, pero más, porque por fin se eche a andar esa agenda prometida, que debe obligar a nuestra clase política y gobernante a mirar para adelante, para construir futuro y promover desarrollo sin pausa y más bien con prisa, porque el tiempo perdido hasta los santos lo lloran.

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