La muerte aún no esclarecida y cubierta por todo un velo de misterio de la aspirante a licenciada en enfermería, Keyla Martínez, nos trae a muchos episodios que han tenido como antagonistas a miembros de la Policía Nacional.

Pero el caso de la joven Martínez ha tomado ribetes dramáticos y se ha convertido en mediático por las circunstancias en que se produjo y por las madejas difíciles de desenredar que se desprenden del mismo.

Como se sabe, la mujer -que fue detenida por supuestos señalamientos de escándalo público y porque presuntamente estaba bajo los efectos de bebidas alcohólicas- apareció muerta por una causa que el informe de la Fiscalía ha relacionado de manera vaga con una asfixia mecánica.

Quedan por delante muchos puntos que tienen que ser desenmarañados: ¿Por qué el informe de la Policía atribuyó el hecho a un suicidio precipitadamente? ¿Por qué razones fueron removidos los agentes asignados a la posta de Intibucá, donde sucedió el evento, en lo que se interpreta como un intento de proteger a los culpables?

¿Procedió con ligereza el Ministerio Público al emitir un documento sobre los resultados de la autopsia de la joven, sin haber agotado el análisis de la escena del crimen?

En concreto, de lo que se trata es que la malograda licenciada in fieri en enfermería perdió la vida mientras se encontraba bajo custodia de los funcionarios de la institución que tiene como primer deber "servir y proteger".

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Este expediente nos lleva a deducir que las raíces de la corrupción no han sido erradicadas del todo y que las células del crimen y el "ADN" del abuso de autoridad y de la violación a los derechos humanos, siguen vivas en la Policía Nacional.

No es cierto que se haya completado el proceso de depuración y transformación de la Policía Nacional. La entidad encargada de la seguridad pública todavía está muy distante de alcanzar el nivel de adecentamiento, de renovación y de relevo de las generaciones de agentes con liderazgo, idoneidad, compromiso y lealtad que fueron lanzados como los grandes principios por parte de los interventores.

¿Estamos ante una reedición de los "carteles de la policía", cuya existencia salió a relucir en el asesinato en 2011 del joven Rafael Alejandro Vargas, hijo de la ex rectora Julieta Castellanos, y su amigo Carlos David Pineda, solo para mencionar un caso igualmente dramático y de gran trascendencia?

El evento relacionado asociado con la enfermera Martínez no es aislado. Una cadena de episodios muestran que la semilla de la podredumbre aún está plantada, si no en todas las filas policiales, al menos en parte de su estructura.

A inicios de este año varios elementos policiales fueron requeridos por los delitos de intento de secuestro y asesinato en departamentos de las regiones norte y occidental.

Y a finales del año pasado fueron capturados seis efectivos de diferente escala, incriminados en el tráfico ilícito de personas, lavado de activos y asociación para delinquir. Meses atrás, había caído un oficial imputado por sus nexos con organizaciones transnacionales del crimen.

Sucesos de esta naturaleza se repiten con más cotidianidad. Y esto nos preocupa, porque ponen de manifiesto que la tarea de limpieza dentro de la entidad del orden público está inconclusa.

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