Por segundo año consecutivo, los hondureños conmemoramos la Semana Santa en un entorno condicionado por la pandemia covid-19, la crisis política y el derrumbe económico y social del país.

Los hondureños nos debatimos en un ambiente colmado de desesperanza. La emergencia epidemiológica ha alcanzado un comportamiento de consecuencias insospechadas.

También nos ha venido, como "plaga de Egipto", una crisis política desprendida de las elecciones internas y primarias, las más desprestigiadas y ayunas de expresión del poder popular. ¡Todo un presagio de lo que puede ocurrir en los comicios generales de noviembre de 2021!

Y la sentencia que ha sido dictada esta semana contra Antonio Hernández, ex diputado y hermano del mandatario, Juan Orlando Hernández, nos ha perfilado en el concierto mundial como un país contaminado por la corrupción, la impunidad y la tolerancia a las actividades del crimen organizado.

Las instituciones y la democracia nuestras están en tambaleo como lo hemos anotado en la presente reflexión. Pero esto no es todo. Nuestro viacrucis no acaba ahí. La gran mayoría de la población -siete de cada diez hondureños- sufre el progresivo menoscabo de sus condiciones de vida.

Las proyecciones macroeconómicas apuntan que el Producto Interno Bruto no crecerá más allá del cuatro por ciento, en el mejor de los casos, el desempleo se incrementará más allá de los cinco puntos y la inversión extranjera seguirá perforando el piso, mientras las empresas que logran salir a flote lo hacen en la informalidad.

La presente Semana Mayor es un tiempo propicio para meditar sobre nuestro reciente pasado, nuestro tumultuoso presente y nuestro turbio futuro.

Porque, al fin y al cabo, lo que conmemoramos es la vida, pasión, muerte y resurrección del Hijo del Hombre, de aquél en quien se consuma la fe, la vida, la restauración y la redención.

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Las enseñanzas del Salvador del Mundo, Cristo Jesús, cobran mayor urgencia, veracidad y poder en la crisis sanitaria, política, económica y social que se conjuga y que nos agobia a los hondureños.

La recuperación de nuestros valores como sociedad, el adecentamiento de nuestra clase política, la profundización de nuestra democracia y la búsqueda del bien común están en los eternos valores promulgados y declarados por el Hacedor del Universo.

Los hondureños sabemos muy bien que el verano 2021 representa un saludable intervalo que debemos dedicar para restaurar nuestros lazos familiares, aclarar nuestros pensamientos y, particularmente, aliviar las cargas que traemos a cuestas como país.

Porque la casi totalidad de nuestro pueblo sufre su propio calvario. A los problemas estructurales de la desigualdad social, la corrupción y la violencia criminal, agregamos el acecho de una pandemia que se ha entronizado con especial agresividad, la conflictividad política y las adversas circunstancias económicas que nos azotan.

Volvamos, como pueblo, a la sencillez y la humildad, a los valores eternos del amor, la misericordia, la honestidad y la justicia.  Bien dicen las Santas Escrituras: "Los estatutos hay que guardarlos y ponerlos por obra. Porque son la sabiduría y la inteligencia de un pueblo entendido y de una nación grande". A eso debemos aspirar los hondureños y éste es un tiempo bueno para reflexionar sobre nuestro destino.

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