Con oídos atentos hemos escuchado a funcionarios de rango de la actual gestión presidencial de Estados Unidos, quienes han advertido que emplearán todas las herramientas para combatir la corrupción.

Hablando en nombre del gobernante demócrata, Joseph Biden, los altos cargos de su administración han hecho un anuncio directo: Irán en serio contra los corruptos de América Latina.

Nos alienta esa sentencia, porque -en el caso muy particular de Honduras- la corrupción ha crecido como un mal que ha hecho metástasis, corrompido nuestras instituciones, debilitado nuestro Estado de Derecho y condenado a las mayorías, mientras echa raíces la impunidad.

Los informes que miden los niveles de transparencia nos colocan como el país que más ha retrocedido en la lucha contra la corrupción, sobre todo después de que se armó toda una conspiración para desmantelar y provocar la salida de la MACCIH.

Honduras ha caído 26 posiciones en la consolidación del Estado de Derecho y retrocedido 46 puestos en la ejecución de acciones de adecentamiento, todo lo cual pone de manifiesto el alto grado de podredumbre en nuestro país.

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La política que ha trazado Estados Unidos para batallar contra la corrupción aviva nuestras esperanzas de que puede sobrevenir una etapa de menos tolerancia hacia los personajes que han hecho germinar semejante estado de descomposición y que, en tal razón, se han agrupado y formado toda una red hasta ahora inexpugnable.

La corrupción y la impunidad, además de empobrecer más a los sectores de la población vulnerables, son un factor decisivo en la violación a los Derechos Humanos y en la limitación de la esencia de la democracia.

Estas dos situaciones, la corrupción y la impunidad, nos han traído a vergüenza, porque han llevado a nuestra Hibueras al riesgo de ser un "país insostenible e inviable", donde "los malos" se han salido con la suya y donde los órganos de persecución penal y las instituciones encargadas de impartir la justicia han sido cómplices por acción u omisión.

Es imperioso que se le ponga término a la abominable deshonestidad que han hecho prosperar muchos políticos, en maridaje con ciertos empresarios, y que -dicho sea de paso- han encontrado un terreno fértil en la presente emergencia epidemiológica, lo cual les ha permitido acceder a pingües negocios.

No son suficientes los discursos fabricados que una y otra vez son pronunciados acerca de hacer justicia con toda la fuerza de la ley a los corruptos que igualmente rebosan en la presente era de desgracias.

No hay que olvidar todos los casos de corrupción que se han cometido en nuestro país con toda infamia, de tal suerte que cada año son drenados de nuestros recursos al menos 65,000 millones de lempiras anuales.

¿Hasta cuándo la corrupción y la impunidad? ¡Esto Sí está prohibido olvidar y perdonar, porque son un flagelo que nos tiene sumergidos en la miseria, en la postración económica y en la injusticia social!