¿Es Hernández el político que escaló al poder del Estado de Honduras y que se confabuló con los carteles domésticos y con redes internacionales del crimen organizado? Muchos sectores afirman que sí y desde ahora dan por un hecho que será condenado.

Ya sea que el exmandatario sea declarado inocente o que reciba una sentencia condenatoria, el juicio al llamado “indómito de Lempira” marca un momento sin precedente en la historia de Honduras.

Más allá de la connotación mediática que ha tomado el caso, el morbo que ha despertado este capítulo por tratarse de un exgobernante extraditado por narcotráfico, y el intenso tinte político de que se ha revestido su discusión entre sectores internos, el juicio a Hernández tiene un mensaje que hay que entender como es.

Este significado no es otro que la urgencia de adecentar la clase política y de depurar el aparato de justicia, con la finalidad de que prevalezca la transparencia y la rendición de cuentas.

El crimen organizado ha penetrado nuestras instituciones y convertido la actividad político-proselitista en uno de sus principales rubros de inversión, lo que ha derivado en el ejercicio contaminado del poder y en una democracia socavada en sus cimientos.

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Organizaciones nacionales y externas han sentenciado que “el auge de la producción, comercialización y distribución de drogas ha generado el terror y la violencia, además de potenciar una economía criminal”.

Si algo es un imperativo ante la embestida de los grupos violentos transnacionales, esto es una intensa persecución del delito, una inflexible acción penal y una indoblegable impartición de justicia.

Para esto hay que reencauzar nuestras instituciones. Porque en la Policía Nacional la depuración es un proceso truncado. El mismo alto mando ha reconocido que en los días recientes al menos 11 agentes de la institución han sido señalados por delitos y están en marcha más requerimientos para otros uniformados metidos en ilícitos graves.

En el Ministerio Público, está en entredicho el ejercicio de la acción penal en razón del nombramiento interino del fiscal general y de su adjunto, a la sombra de negociaciones turbias en el Congreso Nacional.

Y en el seno de la Corte Suprema de Justicia, los magistrados -de antes y de ahora- han sido electos también al calor de motivos políticos, han actuado en obediencia a sus compromisos partidarios y, en algunas ocasiones, sus sentencias han sido emitidas al influjo de las presiones de asociaciones ilícitas.

Una cruzada moralizadora es la que debe ser promovida contra el crimen organizado en sus diversas expresiones. No podemos seguir proyectando la imagen de un país convertido en un “narco-Estado”.

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