El deterioro económico y la degradación de las condiciones sociales que imperan en nuestro país han hecho que la desesperanza se apropie de los grandes sectores marginados de la población.

Es patético que una media de 60 por ciento de los hondureños exprese el deseo de abandonar su tierra y de emprender un proyecto de vida en otro país donde las oportunidades de superación sean reales y no fracasadas como en Honduras.

Diariamente emigran alrededor de 1,200 hondureños hacia Estados Unidos, sencillamente para no vivir en una nación donde ya no queda nada por hacer y donde todo parece estar fallecido.

Lo peor es que aún los niños y jóvenes, que son nuestro más preciado activo, estén abatidos y dominados por el desaliento y el pesimismo. Sus planes se resumen en irse a Estados Unidos por una causa sencilla: ya no quieren vivir en el territorio donde están sus raíces.

Los reportes de más reciente data señalan que son 40 municipios desde donde parten los flujos de menores de edad, cuya única motivación es huir para ponerse a salvo de la vorágine en nuestra Honduras.

Los estudios de organismos que son críticos de las actuaciones gubernamentales arrojan que de cada 500 compatriotas que abandonan su tierra de origen hacia otras latitudes, 300 son menores de edad.

Es una señal inequívoca de que vamos por el sendero de un país sin esperanzas, pero Sí muy polarizado y bajo la influencia de los “politiqueros”, cuyo “apetito de poder” es “insaciable y enfermizo”.

Es una desdicha que Honduras sea un país menguado, porque los políticos, que no todos, se han encargado de convertir el Gobierno en un botín personal, volver ineficiente la democracia y abandonar los compromisos asumidos con la población.

Nos estamos quedando sin nuestro capital humano; y lo que es peor, sin los niños y jóvenes que perdieron todo entusiasmo por estudiar, en razón de que consideran que no vale la pena construir su destino en el país que les vio nacer.

La historia de nuestro país se está escribiendo sobre los renglones torcidos de la improvisación, la incertidumbre y la ausencia de compromiso, tanto de quienes han ostentado el poder de la nación como de los que ahora gobiernan Honduras.

Es hora de que los que ejercen la administración de Honduras den un golpe de timón, se sienten a trazar la ruta de la esperanza, de la unidad de esfuerzos y de la conjugación de voluntades, a fin de provocar los cambios profundos que nos permitan edificar un destino promisorio.

Es creer en “la esperanza contra la esperanza” y recuperar la fuerza del cambio generacional de Honduras.

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