A mediados de mis veinte, estaba al borde de la bancarrota. No me costaba trabajo pagar el recibo de la electricidad, sino que estaba en la ruina de manera constante. Tenía una gran deuda persistente que llevaba años transfiriendo de una tarjeta de crédito a otra.

Mis ingresos anuales no llegaban a los 20.000 dólares. En terapia (cuyo costo me causaba una consternación adicional), hablaba mucho del susurro de ansiedad que me acompañaba todos los días, el miedo a que mi inseguridad financiera fuera un síntoma de que estaba haciendo algo mal.

Por aquel entonces tenía novio, una persona amable. No era el último hombre con el que saldría, pero casi. Trabajaba muchas horas como editor de televisión; no era rico, pero no tenía deudas y ganaba lo que entonces me parecía el botín de un rey: algo así como 1000 dólares a la semana.

Era el primer compañero sentimental con el que vivía y el primero cuyos ingresos triplicaban con creces los míos. Cuando nos mudamos a nuestra pequeña habitación de un dormitorio, sugirió una escala equitativa para pagar nuestros gastos diarios en la que yo aportaba aproximadamente un tercio.

No creo que la palabra equitativo fuera aún parte de mi vocabulario, pero ambos sabíamos que jamás habría podido costear un porcentaje igualitario.

Agradecí su generosidad, pero me sentí muy incómoda por el acuerdo. Cada mes, cuando le extendía un cheque, mi cuerpo se llenaba de una potente combinación de vergüenza y miedo. Aunque mi lado intelectual comprendía que nuestro acuerdo era justo, seguía sintiéndome fracasada. Me aterrorizaba la idea de la dependencia, que me parecía una puerta siniestra.

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He trabajado desde que mis padres, ambos de clase trabajadora, me consiguieron mi primer permiso laboral a los 14 años. Llegué a entender la independencia financiera como libertad.

Siendo adolescente, cuando me mudé de la casa de mi infancia, rechacé la ayuda de mis padres porque sabía que eso les permitía opinar sobre mi manera de vivir. Los años que pasé en mis veinte como trabajadora sexual confirmaron mi sospecha de que no existía el dinero gratis.

Llevaba tres años limpia y sobria cuando mi novio y yo nos fuimos a vivir juntos, pero incluso en mi momento más bajo de adicción, había sido autosuficiente de manera obsesiva. No importaba lo desordenada que fuera mi vida. Yo siempre conseguía dinero para pagar la renta.

Pero a los 26 años, estudiante y escritora inédita, tenía por primera vez una severa deuda. Más tarde entendería que era la situación habitual de la mayoría de los artistas en ciernes que no vienen de familias adineradas.

En nuestro segundo año de convivencia, mi novio se ofreció a pagar la deuda de mi tarjeta de crédito. Mis pagos apenas llegaban a la deuda principal, señaló. Asentí, pero sentí que la sangre se me salía de la cara.

“Eso es muy generoso”, dije. “Pero esa idea me hace sentir… incómoda”. Me quedé corta. Tenía ganas de vomitar.

“Puedes considerarlo un préstamo, si quieres”, respondió.

Durante los años que vivimos juntos, empecé a cocinar más. Me gustaba cocinar y, como era una niña con abuelas puertorriqueñas e italianas, me habían educado para disfrutar dando de comer a la gente. No sé cuándo empecé a lavarle la ropa, pero pronto se convirtió en una rutina.

“Es un poco raro que hagas todo esto”, me dijo una vez. Le quité importancia. “No pasa nada”, le dije. “Estoy en casa más a menudo que tú”. Y en cierto modo estaba bien. Doblar ropa era más fácil que escribir.

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No solo en nuestra casa las cosas se ponían raras. Cubría mis tatuajes delante de sus padres. Desde luego, no les dije que estaba escribiendo un libro sobre mis años como adicta y trabajadora sexual; de hecho, no se lo conté a casi nadie. Reuní una gran colección de suéteres. Mi vida empezó a parecerse a una especie de disfraz. Nunca me había visto tan convencional. Y yo nunca había pedido ni aceptado ayuda financiera.

En nuestro tercer año juntos, él y yo empezamos a hablar de tener un hijo y de casarnos. Aunque esas posibilidades me entusiasmaban en cierto modo, también me llenaban de inquietud. ¿Cómo había pasado de ser una dominatriz que salía sobre todo con mujeres a una profesora aburrida que vivía con un hombre en un departamento que no podía permitirse? ¿En qué momento el disfraz dejó de ser un juego para convertirse en mi vida real?

Lo que ocurrió fue exactamente lo que debí haber esperado: me enamoré de una mujer y lo dejé. La ruptura fue una agonía, agravada por el hecho de su generosidad y mi incapacidad para devolvérsela. Por un sentimiento de culpa, asistí con él a semanas de terapia de pareja tras la ruptura y dejé atrás la mayoría de las pertenencias que compartíamos.

Al cabo de unos meses, sin embargo, me deshice de aquellos suéteres y me hice nuevos tatuajes. Luego, publiqué ese libro sobre todo lo que había aprendido a ocultar.

Cuando reflexioné sobre nuestra relación, retrocedí ante mi consternación y desconcierto, y recurrí al autodesprecio, que me parecía más seguro. ¿Qué demonios me había poseído? El patriarcado, decidí: había entrado en el viejo teatro de la heterosexualidad y me había encontrado encasillada, con ropa sucia, platos y chaquetas de punto.

La historia podría haber terminado ahí. Seguí con esa mujer —a la que todavía llamo “mi mejor ex”— durante tres años. Luego me enamoré de otra mujer. Aunque yo estaba menos necesitada, ella tenía un nivel impositivo similar.

Era propensa a los grandes gestos y a hacer regalos caros: me compraba boletos de avión, masajes, comidas caras, joyas y gafas de sol de Gucci. Me quedé estupefacta por esa generosidad, y aún más por consentimiento.

“Quiero cuidarte”, me decía a menudo. Cada vez que pronunciaba esas palabras, yo sentía un relámpago de miedo. ¡Mira lo que había pasado la última vez que dejé que alguien me cuidara! Pero detrás de ese miedo había algo más, una sensación de desmayo, un hambre voraz. Para mi sorpresa, descubrí que deseaba con desesperación que me cuidaran.

Durante un tiempo, el efecto narcótico de sus grandes gestos de cuidado ocultó la realidad de nuestra dinámica: era la más inestable que había conocido. Peleábamos a menudo. Me obsesionaba nuestra relación, al punto de excluir casi todo lo demás en mi vida.

Y, sin embargo, una vez más me esforcé por convertirme en la buena esposa, realizando tareas administrativas mundanas en su nombre, llevando su abrigo en actos públicos y empequeñeciéndome para evitar conflictos.

Cuando la dejé, mi vida estaba en ruinas. Me había alejado de amigos y familiares. Y había vuelto a ser una extraña para mí misma. Pero también abrí los ojos: vi que el denominador común entre esas dos relaciones no había sido el género ni la orientación sexual, ni siquiera la diferencia económica. Había sido yo.

La misma cualidad que me había hecho sentir tan orgullosa —mi necesidad de controlar mi propia independencia, mi incapacidad para aceptar ayuda con elegancia— había generado un desequilibrio en mí. No podía aceptar el apoyo sano de un amante y me metí de cabeza en una dinámica retorcida con otra pareja.

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Después, llegué a ver la relación con mi novio editor de televisión con más matices. Había pasado los años anteriores a nuestra relación como una especie de delincuente profesional, preparada para el juicio, la violencia, el arresto y la humillación. Siempre había tenido un trabajo, claro, pero mi vida se había vuelto precaria y vulnerable de todas las maneras en que puede serlo para una adicta y trabajadora sexual.

Me habría avergonzado admitirlo en ese momento, pero había consuelo tan solo en el estilo ordinario de mi vida con él. No me culpaba por ansiar ese consuelo, sino por negarme a reconocerlo.

En algunos momentos, también había sido tentador reducir la historia de aquella tumultuosa relación con la mujer que quería cuidar de mí a una narración digerible: había sido una mente maestra del control. O quizá ambas habíamos sido poseídas temporalmente por una química tóxica.

Fueran cuales fueran las verdades parciales que encerraban esas explicaciones, yo sabía que había sido esa hambre voraz de cuidados —provocada por mi rechazo incondicional al cuidado durante toda la vida— lo que me había hecho volver a ella una y otra vez. Sabía también que solo había una persona que podía hacerme capaz de amar de una manera más equilibrada: yo.

A medida que he ido envejeciendo, el consuelo de culpar a alguien o a algo más de mis penurias se ha vuelto poco común. Intento responsabilizarme con más ternura que recriminación. Cuando me convierto en una extraña para mí misma, la explicación siempre es complicada.

Los años transcurridos me han enseñado a dar y recibir todo tipo de recurso, incluso el dinero, de la mejor manera. Mi esposa y yo somos bastante buenas a la hora de no jugarnos nuestros problemas en ese terreno concreto. Ninguna de las dos anhela el tipo de cuidados que uno solo debería esperar de un padre o de un dios, y ambas sabemos pedir ayuda cuando la necesitamos.

Solo somos dos adultas, cada una responsable de sí misma, que eligen vivir juntas cada día. Puede ser mucho más trabajo, pero al final nos cuesta menos.

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