Las tomas de carreteras nunca han sido y jamás serán la mejor alternativa para que tal o cual sector obtenga una respuesta a sus reclamos por parte de las autoridades gubernamentales, independientemente de que éstos sean legítimos o no.

Por varios días, los transportistas de carga han paralizado sus unidades y bloqueado el acceso a diferentes puntos del país que son vitales para mantener la dinámica de la economía y de la industria, una medida llevada a cabo para presionar por el cumplimiento de su extenso pliego de demandas, entre éstas la revisión de la tarifa.

Las consecuencias han sido muy negativas para el aparato productivo nacional. Solamente para citar unos cuantos ejemplos, los lecheros reportaron la pérdida de cien mil litros y los distribuidores de combustibles alertaron sobre una baja en los niveles de disponibilidad en un número creciente de estaciones.

Además, comienza a agudizarse el desabastecimiento de víveres y materias primas, siempre a causa de la ocupación de las principales arterias del país por parte de los protestantes.

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Los cálculos más moderados del Consejo Hondureño de la Empresa Privada (COHEP), apuntan que el movimiento de los transportistas de carga pesada ha ocasionado perjuicios diarios por 700 millones de lempiras y pérdidas acumuladas que sobrepasan los 6,000 millones.

En esta ocasión ha sido el sector de transporte de carga el que ha provocado un impacto desfavorable para la actividad económica de Honduras, ya de por sí atrapada en un proceso de crisis.

Pero, en general, estamos frente a una serie de expresiones que han protagonizado y que mantienen vigentes diversos segmentos que reclaman una solución a su problemática particular.

Todo esto nos está llevando a un clima de inestabilidad con serias implicaciones, económicas, sociales y políticas que hay que abordar con urgencia, a fin de evitar que se traduzca en una anarquía.

Como bien comprendemos, las situaciones convulsivas de las que los hondureños tenemos ingratos recuerdos, no vienen a bien; todo lo contrario, ocasionan más pérdidas económicas, restan puestos de trabajo y ensanchan la pobreza.

Mayor es su impacto sobre la institucionalidad, la gobernabilidad del país, la paz social y, en suma, sobre todas aquellas circunstancias que son primordiales para el desarrollo de Honduras.

Los depositarios del poder, que son nuestras autoridades de turno, devienen en la obligación de evaluar el rumbo de sus actuaciones, revisar sus decisiones, girar sus políticas y, en todo momento, darle cumplimiento a su promesa de gobernar para la búsqueda del bienestar colectivo y para responder a las demandas de las mayorías.

Esto es así, aunque no significa que los reclamos particulares de uno o de varios sectores deban constituirse en un atropello a los derechos de la población en general. Ya sufrimos en el pasado las consecuencias de los actos vandálicos y anárquicos de ciertos grupos que politizaron sus causas de lucha en las calles.

En nuestra Honduras necesitamos entrar en un proceso de diálogo incluyente, sincero y comprometido, sin dificultades ni trampas ni condiciones. El fin último debe ser el respeto al imperio de la ley, la paz, la justicia social y el progreso económico de nuestro país con equidad.