Nos viene a bien reflexionar en esta lección de vida, porque nos permite establecer una comparación entre lo que está plasmado en La Biblia y la realidad que vivimos los hondureños, sumergidos en nuestras posiciones irreconciliables, en la pobreza y en la incapacidad para ponernos de acuerdo.

Bien claro está escrito: “toda ciudad o casa dividida contra sí misma, no permanecerá”, lo que equivale a decir que los hondureños vamos a perecer si no entramos en un diálogo y si no dejamos de lado la polarización que literalmente nos está destruyendo.

De manera reiterada, los principales líderes religiosos han llamado a los políticos a no traicionar ni al pueblo ni a la patria, a abrir el corazón, a escuchar la voz de Dios y a dar testimonio de su vida y de su compromiso con la patria.

La exhortación que suelen expresar nuestros guías espirituales en Semana Santa, cuando recordamos la vida, pasión y muerte de Jesús, debe ser tomada como propia no solamente los políticos, sino por los empresarios, los obreros, los campesinos, los mismos líderes religiosos, los académicos y todos aquellos sectores que formamos parte de esta nación.

Es hora de que todos nos integremos en un mismo frente para erradicar el odio y el egoísmo de nuestros corazones y que nos impiden caminar por la ruta correcta hacia la paz, la justicia y la bonanza.

No en vano La Palabra recuerda las seis cosas que El Señor aborrece y siete que le son detestables: los ojos que se enaltecen, la lengua que miente, las manos que derraman sangre inocente, el corazón que trama planes perversos, los pies que corren a hacer lo malo, el testigo falso que propaga mentiras y el que siembra discordia entre hermanos.

Tras la crisis política que rasgó profundamente nuestro tejido social, económico, político e institucional en 2009, los hondureños todavía no hemos superado ese evento traumático. Seguimos divididos.

Nos debatimos en esas contradicciones orgánicas entre los pobres y los ricos, los corruptos y los honestos, la justicia y la impunidad; y –en los tiempos que corren- entre la legítima democracia participativa y el populismo.

La historia de nuestro país se escribe también en los renglones torcidos del desorden, del endeble principio de autoridad, de la falta de rumbo para colocarnos en la plataforma del desarrollo y de la ausencia de compromiso de quienes han ostentado y detentan el poder de la nación.

Es hora del diálogo, de la concertación y de los acuerdos. Es tiempo de deponer la polarización y el individualismo. Definamos, pues, la ruta de la esperanza y unamos esfuerzos para producir los cambios profundos que nuestro país necesita.

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