Casi que no pasa un tan solo día en el que esta vorágine, de proporciones monumentales, de ingobernabilidad e inseguridad pública,  no sea noticia, cotidiana y recurrente, en los medios de comunicación del país. 

Un sistema penitenciario, corrupto, ingobernable, sumido en condiciones indignas de vida; el fiel reflejo de la notoria incapacidad del Estado y de todos los gobiernos que hemos tenido, en su fracasada misión de rehabilitar a los privados de libertad y ser reintegrados a la sociedad. 

Se trata de uno de los peores estados de indefensión que como país pudimos caer.  

El resultado de una serie de causas, agravadas por la indiferencia estatal y  la complicidad institucional, bajo las cuales ha crecido este monstruo de mil cabezas. Un sistema penitenciario en el que los reos, sobre todo jefes del crimen organizado y pandillas, controlan y gobiernan, protegidos prácticamente por un sistema espurio, complaciente, replegado más bien a la protección de los reclusos.     

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Así han funcionado las 25 cárceles del país. Inseguras, ingobernables y precarias. Un sistema penitenciario con capacidad para albergar a unas ocho mil personas pero que ya mantiene en condición de privación de la libertad a más de 22 mil reos, un poco más de la mitad de los cuales no están siquiera sentenciados.                         

Una inconsecuente como inaceptable precariedad humanitaria, que a lo largo de los años, de las administraciones, fue el resultante acumulado del estatismo público, de la mediatización estatal, de la carencia de planes de país, de la abulia y del acomodo gubernamental.               

Y las consecuencias que el país ha tenido que pagar han sido terribles,  y a la sociedad hondureña se la han cobrado con creces.

Escuelas del crimen en donde encontró caldo de cultivo, la extorsión, el sicariato, el tráfico de drogas, la guerra entre pandillas, el narcomenudeo, la prostitución, en fin, toda la cartelera criminal.

Un sistema penitenciario colapsado sobre el cual hasta ahora, ningún gobierno, incluido el actual, ha podido o querido actuar.                    

Se trata del colapso de las libertades mismas de la colectividad, de su  derecho a vivir en paz, que nos ha exhibido como pais, y que por ello no se debía ser indiferente. 

Ha sido injustificada como intolerable la permisividad  de la institucionalidad frente a lo que ha estado ocurriendo en las cárceles de Honduras.

Y mientras tanto, la criminalidad y violencia, afuera, sigue campeando ante una justicia enceguecida y politizada, en contubernio con una clase política contaminada en sus inconfesables afanes e impropios intereses.

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