En las gavetas del Congreso permanece desde hace más de un año el proyecto de Ley contra el Nepotismo, que fue introducido para ponerle un límite a la inveterada costumbre de colocar en el poder a los parientes y a los amigos.

¿Acaso esperábamos que quienes han tomado el poder para su provecho iban a aprobar una ley que impide que los familiares y allegados sean nombrados en altos cargos y con la asignación de salarios estratosféricos?

En el cuerpo normativo contra el nepotismo se estipulan delitos y prohibiciones a las cuales un funcionario podría estar sujeto al contratar a sus “prójimos de sangre” en las estructuras de tal o cual dependencia estatal.

Ninguna manera de nepotismo será admitida en los tres Poderes del Estado ni en los entes de tipo público o privado que manejen fondos estatales, propone la iniciativa que deliberadamente ha sido enviada al archivo del Congreso Nacional.

Es un hecho que los políticos que gozan de las mieles del poder no van a permitir que sea aprobada y puesta en vigencia una legislación que penalice la repartición de los cargos en “la intimidad”, la utilización discrecional de los fondos, las negociaciones oscuras en el “marco de la confianza” y otros vicios que prosperan al calor del nepotismo.

Cobijados en la bandera del poder popular, los miembros de la familia Zelaya Castro ha impuesto la pauta para que funcionarios de segunda, tercera y hasta de cuarta categoría también hayan incrustado en la administración pública a su parentela y a su círculo de “camaradas”.

Desde luego, no es una práctica exclusiva de la presente gestión gubernamental.

El nepotismo ha echado raíces en los gobiernos y regímenes del pasado, pero uno de los principales compromisos de quienes asumieron el poder en 2022 fue, justamente, actuar con transparencia, legalidad y legitimidad.

El nombramiento de familiares y de compañeros, afectos y aliados no es precisamente un ejercicio que contribuya a romper los lazos de la corrupción; al contrario, fomenta la opacidad en la gestión pública.

El nepotismo es otra de las caras de la corrupción en nuestro país, esa despreciable confabulación entre personajes que arribaron al poder político y económico que nos cuesta no menos de tres mil millones de dólares anuales.

La repartición entre parientes y “allegados” de beneficios malhabidos o procurados a la sombra de influencias es una vieja plaga que se ha extendido en América Latina, pero es más condenable si es adoptada como una norma en países como Honduras, golpeado por la inequidad social, la pobreza y la corrupción.

Le asiste al pueblo hondureño el derecho legítimo de exigir que la cosa pública sea administrada con transparencia, que haya rendición de cuentas y que al menos se pongan límites al poder ejercido por los “familiones”, en sociedad con “los amigos”.