Como muchos señalaron en su momento, este acuerdo no podía decirles a los países qué hacer; no podía poner fin a la era de los combustibles fósiles por decreto; no podía hacer retroceder los mares, aplacar los vientos ni atenuar el sol de mediodía.

Pero al menos sí podía establecer las normas para las siguientes COP, decretando que la de este año debía ser la primera “evaluación global” de lo que se había hecho y lo que no se había hecho para acercarse a los objetivos generales del acuerdo.

Mientras el mundo se reúne en Dubái para la 28.o COP, el resultado de la primera evaluación de ese inventario es, en cierto modo, sorprendentemente positivo. Cuando se celebró la COP de París, el calentamiento global previsto para 2100, si no cambiaban las políticas, era de más de 3 grados Celsius por encima de los niveles preindustriales.

Si se siguen las políticas actuales, las estimaciones centrales lo sitúan en torno a los 2,5 o 2,9 grados Celsius, aunque las incertidumbres son amplias. Esta cifra sigue siendo suficientemente alta como para ser desastrosa para miles de millones de personas. Pero también supone una mejoría notable.

Gran parte de este progreso ha venido de la mano de energías renovables más baratas y accesibles. En 2015, la capacidad solar instalada a nivel mundial era de 230 gigavatios; el año pasado, fue de 1050 gigavatios. También se han desplegado mejores políticas.

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En 2014, solo el 12 por ciento de las emisiones de dióxido de carbono relacionadas con la energía estaban sujetas a sistemas de tarificación del carbono y el precio promedio por tonelada era de 7 dólares; hoy en día, lo están el 23 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero y el precio ronda los 32 dólares.

Estos y otros avances explican por qué la Agencia Internacional de la Energía, un laboratorio de ideas intergubernamental que, en el momento de la COP en París, preveía que las emisiones de dióxido de carbono seguirían aumentando hasta la década de 2040, hoy afirma que es probable que alcancen su punto máximo en pocos años.

Alcanzar el límite máximo no es suficiente; las emisiones deben reducirse con mucha rapidez para que el calentamiento previsto sea de solo 2 grados Celsius. Pero el aumento casi incesante de las emisiones ha sido una consecuencia inamovible del crecimiento económico durante dos siglos. Revertir eso podría considerarse el final del principio de la lucha por un clima estable.

Atribuir todos estos avances a la conferencia de París sería una tontería. Pero el proceso que este puso en marcha creó expectativas nuevas; hizo del clima algo de lo que los países tenían que hablar.

Y al explicar que un clima estable necesita equilibrar las fuentes residuales de dióxido de carbono con los “sumideros” que lo eliminan de la atmósfera, introdujo la idea de los objetivos cero neto. En 2015, solo un país tenía un objetivo de ese tipo. Ahora 101 lo tienen.

En un mundo en el que hasta las estaciones mismas están cada vez más desajustadas —véase la extraordinaria ola de calor primaveral de la semana pasada en Brasil—, las COP ofrecen un espacio anual previsible en el calendario internacional para acuerdos colaterales y nuevas expresiones de intenciones.

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Una declaración reciente de Joe Biden, presidente de Estados Unidos, y su homólogo chino, Xi Jinping, contribuyó a dar impulso a un acuerdo adyacente a la COP sobre las emisiones de metano.

Los mandatarios también se comprometieron a garantizar que sus países aporten su granito de arena para triplicar la capacidad de generación de las energías renovables de aquí a 2030, otro objetivo por el que Emiratos Árabes Unidos quiere que se recuerde su COP.

Nada de esto significa que las COP hayan salvado el mundo. La de París proporcionó un contexto para el auge de las energías renovables, pero no la inversión que lo hizo posible. La duplicación de los niveles de inversión que BloombergNEF, un equipo de datos, considera necesaria para triplicar la capacidad propuesta tendrá que venir del sector privado.

Atraerla no es una cuestión de “COP-eración”. Para atraer fondos, los países tendrán que rediseñar los mercados energéticos, apurar los permisos, mejorar enormemente las redes eléctricas y eliminar las políticas que aún favorecen a los combustibles fósiles.

Y nada de esto ha impedido que el clima empeore. Ni podría. El principal motor del calentamiento global es la cantidad acumulada de dióxido de carbono en la atmósfera. Mientras continúen las emisiones netas, las temperaturas aumentarán.

Desde el acuerdo de París, ese calentamiento ineludible ha alcanzado un nivel en el que ya no puede tratarse como un problema del futuro. Este año, el cambio climático se ha sentido con especial intensidad: el agosto más caluroso jamás registrado siguió al julio más caluroso, el septiembre más caluroso al agosto más caluroso, el octubre más caluroso al septiembre más caluroso.

Ese ritmo no continuará eternamente. Pero la única manera de frenar el calentamiento antes de llegar al cero neto es reducir la cantidad de sol que absorbe el planeta, quizá con la introducción de partículas en la estratosfera o el blanqueamiento de las nubes que sobrevuelan el océano.

La idea de la “geoingeniería solar” alarma a muchos científicos del clima, activistas y responsables políticos; pero algunos consideran, con razón, que merece la pena investigarla. Esa investigación amerita un debate internacional sobre las restricciones adecuadas y las posibilidades que podría engendrar.

Las COP, de carácter institucional e incrementalista, no son el lugar adecuado para estos debates. Pero antes de la próxima evaluación, prevista para 2028, se debe encontrar algún foro.

Los mecanismos para eliminar el dióxido de carbono encajan más cómodamente dentro de las competencias de la COP. Al igual que la geoingeniería solar, este proceso también preocupa a muchos.

Oír a las compañías petroleras, en particular, hablar de la eliminación del dióxido de carbono como justificación para mantener la producción les parece que podría conducir a un mundo en el que continúen las emisiones, pero solo se elimine una pequeña parte. Dada la historia de la industria, esto no es descabellado.

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Para disipar esos temores, los países tendrán que ser explícitos sobre sus planes de eliminación en la próxima ronda de “Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional”, es decir, las propuestas de medidas nuevas que las naciones deben presentarse entre sí antes de 2025. Para evitar engaños, también se les debe exigir que separen sus objetivos de eliminación de los de reducción de emisiones.

No solo es copiar y pegar

Esto quizá parezca poco prioritario en comparación con las emisiones y la adaptación: las absorciones solo empiezan a tener importancia material cuando las emisiones caen muy por debajo de su nivel máximo.

Pero en ese momento, la escala de las eliminaciones necesarias será miles de veces mayor de lo que puede lograrse hoy en día. Más vale poner manos a la obra. Ser explícitos sobre el hecho de que, en última instancia, los contaminadores pagarán por la eliminación de sus residuos y eso estimulará la inversión en tecnologías y concentrará las mentes de los emisores.

Reitero, un proceso de la ONU no puede forzar los cambios que el mundo necesita. Pero cuando enmarca los debates con sensatez y establece normas adecuadas, puede ayudar a galvanizar el progreso. Y menos mal, porque todavía queda mucho por hacer.

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