Estamos además a las puertas de despedir un año en el que seguimos a la cola en la región en el indicador de cobertura educativa, con una pobre inversión estatal por cada estudiante matriculado en el sistema, en comparación a lo que invierten la mayoría de los países del área.

Demás está decir que lejos seguimos también de los objetivos globales que como país suscribimos, de apostar a la educación y al aprendizaje como las vías para alcanzar el desarrollo sostenible y mejorar la calidad de vida de la población hondureña en general.

En el año lectivo que acabamos de clausurar, un millón de niños y jóvenes siguieron fuera de las aulas, mientras unos 40 mil más continuaron sumidos en la oscuridad de la ignorancia, sin poder diferenciar la O de la A; víctimas directas de un sistema y una institucionalidad que les siguió robando las oportunidades de aprender y mejorar sus condiciones de vida.

Una verdadera tragedia social y humana sobre la cual no habrá deducción de responsabilidades, ni administrativas ni penales contra nadie.

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La tragedia de un país en donde su institucionalidad no se dio cuenta nunca que la verdadera prioridad y principal reto, es y era, garantizar el derecho constitucional a la educación y aprendizaje, en tiempos en los que la adquisición, uso e intercambio del conocimiento es determinante para luchar contra la pobreza y la desigualdad social y económica.

Que pena con esta clase política que nos ha tocado. Castas gobernantes que nunca se dieron cuenta que acabar con la pobreza nunca será posible sin educación; que el desarrollo humano sostenible se alcanza a través del aprendizaje y el conocimiento.

Que lo que agrava y hasta perpetúa la pobreza, es el bajo nivel educativo en el núcleo familiar. Los indicadores educativos de Honduras no solo validan esa deplorable conclusión, sino que además profundizan la seria amenaza que se cierne sobre el presente y futuro de las generaciones impactadas y afectadas, mientras el país como tal, paga en su totalidad, las funestas consecuencias.

Las técnicas cognitivas y las competencias básicas desarrolladas en la escuela, además, claro, de las aptitudes para la vida, es lo que encausa al nuevo hondureño en el camino de su desarrollo personal y comunitario.

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Por eso es que la educación encierra un tesoro, pero lamentablemente en Honduras a través de su historia política, terminó siendo un “entierro”. Una lápida puesta sobre la oportunidad de aprender y transformar una sociedad a través del estudio. No es entonces casualidad que Honduras ocupe los últimos lugares en los indicadores de subdesarrollo, desigualdad e ignorancia.

Por eso es que la pobreza le ha privado la educación a más de medio millón de niños y jóvenes, y que el 75 por ciento de la población infantil de Honduras vive y sigue viviendo en hogares en situación de pobreza y extrema pobreza.

Un sistema y una institucionalidad que le robaron al estudiante su derecho a una educación inclusiva, pertinente y equitativa. estén fuera de las aulas de clases por pura precariedad económica en sus hogares, es el fiel reflejo de la errática lucha contra la pobreza y la desigualdad social y económica.

La herencia que la clase política nos ha dejado. La conspiración más grande contra la inclusión y equidad, contra el desarrollo humano sostenible, contra la aspiración y urgencia de construir una sociedad más democrática e inclusiva, respetuosa del ser humano, y sobre todo, de la niñez y juventud de Honduras.

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