Los críticos describen el esfuerzo de la empresa, Flannery Associates, como avaricia disfrazada de urbanismo que crearía un desastre ambiental en forma de un mero suburbio de cercanías.

A medida que se conocen más detalles sobre las tácticas horrendas empleadas contra los propietarios locales, parece cada vez más probable que el proyecto se ahogue en la arrogancia de sus creadores.

Pero más allá de los errores acumulados por Flannery Associates sigue habiendo una idea importante: la zona metropolitana de San Francisco necesita muchas más viviendas y puede que necesitemos ciudades construidas por la iniciativa privada para lograrlo.

Las ciudades construidas por inversionistas y corporaciones no son nada nuevo. Celebration, Florida, fue desarrollada por Walt Disney Company e incluye edificios de gigantes arquitectónicos como Philip Johnson y Robert A. M. Stern (Disney ya vendió la mayoría de sus participaciones).

No lejos de Seúl, un consorcio de promotores inmobiliarios desarrolló el distrito internacional de negocios de Songdo; que se planeó en torno a un centro de poco más de 5 kilómetros cuadrados ecológico y de alta tecnología que pretende albergar a más de 60.000 personas.

Además, no existe ninguna norma que establezca que las ciudades planificadas por los gobiernos sean moralmente superiores. En 1910, el alcalde de Baltimore, Barry Mahool, firmó la primera orden de zonificación racial, que de manera explícita prohibía a los estadounidenses de raza negra mudarse a manzanas de mayoría blanca, lo cual ocasionó una segregación excesiva de la ciudad que duró décadas.

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Durante los años sesenta, el momento más álgido de la segregación racial, un constructor privado llamado James Rouse proyectó una ciudad integrada en la cercana Columbia, Maryland. Columbia no es perfecta, pero sigue siendo racialmente diversa y según datos del Atlas de oportunidades, fomenta mucho mejor la movilidad ascendente de los niños afroestadounidenses que la cercana Baltimore.

Otra comunidad planificada, Woodlands en Texas, nació de la experiencia de Columbia. Es un poderoso ejemplo de cómo una ciudad concebida por la iniciativa privada puede proporcionar una gran cantidad de bien público.

George Phydias Mitchell, un pionero en la producción de gas natural, se inspiró para crear la comunidad tras asistir a un simposio organizado por los desarrolladores de Columbia. Contrató a muchos de los exempleados de Rouse e incluso contrató a un ministro luterano con estudios en Wharton para que ayudara a proporcionar el apoyo adecuado a las actividades sociales, sobre todo religiosas.

La población de Woodlands tardó 40 años en pasar de 8400 habitantes (en 1980) a 114.000 (en 2020). Pero la paciencia rindió frutos: el sitio web que clasifica las escuelas afirma que es una de las mejores cuidades de Estados Unidos para vivir.

Hoy, con un valor promedio de la vivienda de 456.400 dólares y una renta mensual neta promedio de 1723 dólares, el desarrollo ya no es la ganga que alguna vez fue. A pesar de ello, los precios son una señal de que a la gente le gusta.

Y aunque Woodlands no comparte la historia de igualdad racial de Columbia, el 19 por ciento de sus hogares son hispanos y el Atlas de oportunidades muestra que la movilidad ascendente para los niños hispanos de ingresos bajos y medios es más elevada que en la mayor parte de Houston.

Deng Xiaoping justificó el paso de China a la libre empresa con el argumento de que “no importa si el gato es negro o blanco, siempre y cuando atrape ratones”. La versión californiana debiera ser que no importa si el desarrollador es privado o público, siempre y cuando construya las viviendas que el estado necesita para ser más asequible.

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Incluso si estos aspirantes a constructores cometen muchos errores, acercarse a los objetivos de Flannery Associates de dar vivienda a 40.000 personas —hasta el 5 por ciento de la población actual de la zona metropolitana de la bahía de San Francisco— contribuiría bastante a que la región fuera más asequible e integradora.

Construir en la zona metropolitana de San Francisco le dará la oportunidad a Estados Unidos de continuar su historia de permitir que la gente se traslade a lugares más productivos. En las primeras décadas del siglo XIX, los agricultores abandonaron el suelo rocoso del este en busca de mejores tierras de cultivo en el Medio Oeste.

Un siglo más tarde, millones de personas abandonaron la agricultura en favor de un terreno económico aún más fértil: las ciudades. Esta gran transición solo fue posible porque las ciudades construyeron grandes cantidades de viviendas. Tan solo en la década de 1920, la ciudad de Nueva York añadió 700.000 unidades.

En las últimas décadas, el crecimiento estadounidense se ha trasladado al Cinturón del Sol y la gente va allí no solo por el buen tiempo. A medida que ciudades del sur como Houston y Atlanta construyen suficientes viviendas para mantener los precios bajos, están desviando población de las florecientes metrópolis de antaño.

En la actualidad, California es uno de los lugares más productivos del país, pero no deja entrar a la gente porque los propietarios de viviendas han descubierto la manera de bloquear las nuevas construcciones, lo cual provoca el aumento de los precios y disminuye la productividad. Un trabajo de Chang-Tai Hsieh y Enrico Moretti encontró que el acceso limitado a los lugares más productivos de Estados Unidos “redujo el crecimiento agregado de Estados Unidos en un 36 por ciento entre 1964 y 2009”.

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Aunque quienes se oponen al desarrollo de la costa de California suelen basar sus argumentos en cuestiones medioambientales , construir allí es una de las mejores cosas que Estados Unidos podría hacer para contrarrestar el calentamiento global. Uno de nosotros, el profesor Glaeser, y el economista medioambiental de la Universidad del Sur de California, Matthew Kahn, calcularon que la costa de California era sin duda la zona del país con menos emisiones de carbono debido a su clima templado.

La iniciativa de Flannery Associates de construir en el condado de Solano, que se encuentra a unos 96 kilómetros al noroeste de San Francisco, enfrenta grandes obstáculos, agravados por la arrogancia del grupo. Las más de 20.000 hectáreas de terreno que ha obtenido la empresa no están zonificados para uso residencial.

Conseguir la aprobación gubernamental para poner en marcha el proyecto requerirá mucho más conocimiento sobre el funcionamiento de la democracia de los que suelen encontrarse en Silicon Valley. Mientras la empresa se sumerge en feroces batallas jurídicas con los propietarios locales, que la acusan de amenazarlos y generar conflictos familiares en aras de una rápida adquisición de terrenos, parece que el proyecto se está distanciando de los mismos aliados que necesitaría para triunfar.

La construcción de una ciudad suele ser un asunto de colaboración que requiere apertura y se nutre de un sinfín de talentos. Sin reunir a una comunidad amplia y solidaria, Flannery Associates corre el riesgo de sufrir el mismo destino que Sidewalk Labs, una empresa de Alphabet que fracasó en su intento de construir una ciudad futurista en Toronto.

Además, una cuidad construida por los magnates de Silicon Valley solo tendrá éxito si antepone las personas a los edificios. Hay entidades constructoras de ciudades, como Woodlands, que han desarrollado los músculos sociales para crear comunidad, pero no surgen de la noche a la mañana.

Pero incluso si Flannery Associates fracasa, no deberíamos olvidar que el sector privado ha construido grandes ciudades. Woodlands nos muestra que el apoyo de capital privado puede ser productivo para crear comunidades. El condado de Solano está lo suficientemente cerca de San Francisco como para que el área pueda expandir de manera significativa la oferta de viviendas de la región.

Darle una oportunidad es mejor que el statu quo. No tiremos todo por la borda.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

Las ciudades construidas por multimillonarios serían mejor que nada. (Melcher Oosterman/The New York Times)

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